Por no pensarlo un segundo

Me ayuda pensar que el problema es que éramos adolescentes. Pero debo confesar[me] que me he encontrado a mí mismo teniendo exactamente la misma miserable actitud que tuve esa mañana. En otra mañana, en otro aula, con otros compañeros y compañeras. En oficinas, de tarde. En noches, tal vez. En general las malas decisiones las tomo cuando hay más gente presenciando. Sobre todo cuando me son sugeridas. Esas las tomo más rápido, como si tuviera urgencia en mostrarle al mundo que soy un pelotudo. 

Esa mañana llegué tarde y la chica que no había hablado con nadie desde que empezaron las clases estaba sentada en mi lugar, al lado de mi amigo Jere. Antes de que pudiera pensar qué sentía al respecto, me invadieron los comentarios de todos aquellos compañeros de los cuáles hoy no recuerdo el nombre [ni siquiera todas sus caras]. A los gritos me incitaban a rajarla. Resulta que mi lugar era parte de un lugar mayor que era nuestra fila y ella estaba allí, donde no pertenecía. Me trasladaron un sentimiento territorial que no sabía que teníamos, ni que ya habíamos acordado y que a raíz de éste era mi deber defender la parada. En su momento me pareció completamente lógico. Nada trágico, ni doloroso. Era algo razonable. Ella estaba en mi lugar porque yo había llegado tarde, pero ya estaba ahí y a ella no le costaría nada volver al suyo. Lugar que nunca supe bien dónde quedaba en el aula. Pero que debería tener, seguramente. Los gritos de mis compañeros nos llegaban a todos. Y aunque generalmente nadie se percatara de eso, ella también era parte de todos. En medio de un griterío, en una mañana fría, con una profesora que solo intentaba que se callaran todos y frente a la mirada atónita de mi compañero habitual de banco que parecía mirarme con cara de “yo ya estoy acá, hacé lo que te parezca”, la miré fijo a los ojos y le pregunté si no podía dejarme el lugar. Cuando lo cuento suelo incluir un “por favor” que sinceramente no recuerdo si estuvo allí también. Pero en ese entonces no fue tan terrible. Todos festejaron, ella se levantó. Yo me senté, abrí la mochila, todo estaba en su lugar. Al sacar la carpeta la veo salir del aula. No voy a negar que me regocijaba el vitoreo de mis compañeros. La clase estaba empezada y yo estaba intentando seguirla. Luego, la veo volver con una silla. De afuera, de otro salón. Habían pasado como unos diez minutos. Evidentemente no la consiguió en la primer aula a la que entró. Arrastró la silla hasta el fondo, donde al fin se sentó. Había encontrado su lugar de una manera horrible. Y como para no perder la costumbre de no pensar por mí mismo, al llegar el recreo fui a pedirle disculpas. Como me había dicho mi amigo Jere. Ella nunca me respondió. Solamente rompió en llanto. Yo tampoco respondí ante eso. Pero me quedé parado al lado suyo el tiempo que se sintió necesario. Hasta que ya estuvo mejor. Creo que nunca volvimos a hablar. Y posiblemente esa vez haya sido la primera. No tengo un recuerdo muy concreto de ella en otros años. No estoy seguro si nos recibimos juntos, de hecho. Me acuerdo de su apellido porque era el mismo de mi otorrino. Pero ese día nunca pude sacármelo de encima. Uno difícilmente olvida las primeras veces, y aquella fue la primera vez que lastimé a alguien. Porque si hay entre las cosas que no sé una que siempre a todos nos pareció, era que ella gustaba de mí.