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Consigna día 1: Camila Fabbri


La verdad es que no sé bien cuándo respira. De lejos, casi oculto, veo como hordas desbocadas estallan contra ella constantemente, una y otra vez sin dar respiro. Acometen con tal fuerza que las paredes llegan a hundirse dentro de la endeble estructura de metal que las sostiene. Así y todo, ella no pierde la templanza y los despacha a diestra y siniestra. Pueden parecer inofensivos al lado de ella, ya que apenas le llegan a la cintura. Pero no hay que confiarse, conozco su naturaleza salvaje. Lo sé porque en un enfrentamiento directo uno de ellos me mordió muy fuerte. Pero eso es parte de otra historia. Es deslumbrante como en el primer recreo, que es todavía muy temprano, el sol queda tras ella desde la pequeña ventana que da al patio. Entonces, su pelo parece tomar otro color y todo su semblante cambia.

Intento siempre darle la plata a un amigo para que compre por mí. Simplemente me pone muy nervioso tener que pedirle algo a ella y después tener que contar el vuelto en frente de todos. Pero algunas veces no consigo quién vaya y tengo que ir personalmente a comprar unas pipas. Pero no soy de los que se codean por llegar. Me pongo al fondo e intento avanzar a medida que me dan lugar. De hecho, alguna vez he pasado todo el recreo solamente haciendo la cola para llegar al kiosco. Pero eso no me molestaba en absoluto. Ahí podía quedarme observándola por mucho tiempo sin que nadie notara nada. No como todas las veces que lo hacía detrás de la columna, eso era sin dudas más arriesgado. 

En mi casa nadie me decía nada, pero yo notaba que las cosas estaban distintas. Mis padres se peleaban mucho más que de costumbre. Mi papá, particularmente, pasaba más tiempo en casa. Entonces una noche me contaron que las cosas estaban más difíciles, que todo iba a costar más ahora. Y entonces algunas cosas cambiarían. Por ejemplo, ya no me darían plata para el kiosco sino que mi madre me compraría cosas en otro lugar y me las iría distribuyendo día a día. Un día un alfajor, otro unas galletitas y así. En ese preciso momento dejé de escuchar y caí en cuenta que no podría volver a acercarme a ella nunca más. Solamente me quedaba observarla a través de aquella columna. Y me eché a llorar sin decir nada. Mi mamá inmediatamente me abrazó fuerte. Y aunque ella no supiera en realidad la razón por la que estaba llorando, siento que en algo me ayudó.

Los recreos pasaban y yo siempre justo me había comprado un alfajor antes que todos, sin que me vieran. No volví a pedir que me vayan a comprar y ya mis amigos empezaban a sospechar que algo era distinto en mí. Nunca se los dije, pero creo que se fueron dando cuenta con el tiempo. Y ellos, al igual que yo, decidieron no decir nada al respecto. Alguna que otra vez un amigo me invitaba algo que compraba en el kiosco solo porque había comprado de más y le sobraba. Una de esas veces aproveché que él me quería contar algo para acompañarlo a comprar y seguir con el tema. Y entonces volver a verla haciendo la fila. Que más que fila se convertía en un campo de batalla semicircular. Pero yo no tenía apuro y mi amigo tampoco. Así fue como llegamos últimos, justo con el timbre de fin de recreo. Mi amigo pidió algo para los dos y encaró enseguida para el pasillo. El segundo en que me quedé paralizado antes de voltearme creo que fue más que suficiente como declaración de amor. Siento que ella lo entendió al instante. Hice lo más rápido que pude para volver con mi amigo. Pero ella me llamó por mi nombre y todo se detuvo. Vi a mi amigo alejarse a paso rápido; de mí que me había quedado inmóvil. Volteé y ella me llamó con la mano para que me acerque. Sentí el corazón en la pera y me dirigí hacia la barra del kiosco. Me preguntó si no me gustaban más pipas, ya que no las estaba comprando. Me encogí de hombros [fue lo más parecido a hablarle que pude conseguir]. Entonces descuelga un paquete de pipas y me lo da en las manos. Me guiña el ojo y me hace señas para que vuelva al aula. Salgo corriendo sintiéndome un tonto por no haberle agradecido o dicho cualquier otra cosa. Mi amigo me esperaba en las escaleras que juntos subimos mientras mi pulso volvía a la normalidad. Fue en ese trayecto que él llega a la conclusión de lo que me estaba contando y me confiesa, no sin pudor, que estaba enamorado de la señorita. Estoy seguro de que algo le dije, pero no recuerdo bien qué. Lo que recuerdo perfectamente es que abrí el paquete y entramos comiendo pipas al aula.