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Consigna día 14: Guadalupe Nettel

Habíamos dejado atrás el asentamiento al norte de Andalucía hacía ya tres días. Nos vimos forzados a tomar el camino más alejado a Madrid posible ya que esta vez la caravana había sido bastante grande. Nos hablaron de una ruta que prácticamente costeaba el Portugal y llegaba de lleno a Alija. Y allí estábamos, sesenta y cinco carretas de gitanos arrastrando nuestro orgullo por toda España. ¡Y por el mundo si hiciera falta!. Nadie nos acusa de ladrones. Yo cargaba a Sounya que tenía ya tres meses. Quería bautizarla antes de salir, pero su padre pensó que sería mejor cuando llegáramos a Alija de los Melones. Había un terreno tras el castillo nos dijeron, costeando un arroyo. El sol ya nos dolía en la cara y los caballos estaban necesitando más agua desde ayer. Pero en un momento escuchamos los alaridos del grupo que venía más adelante. Con Kavi esforzamos la vista y pudimos ver perfectamente cómo a medida que avanzábamos el horizonte iba cobrando forma de pequeñas chozas a ambos lados de la Calle Real. El griterío de festejos duró bastante. Estuvieron quienes sacaron algún instrumento y todo. Kavi solamente tomó un trago de ginebra y apuramos el paso. Al mediodía estábamos entrando en pleno pueblo. Eran campos vastísimos de maíz plagados de hombres y mujeres trabajando en ellos. Y como si de una caterva de bestias indignas nuestra caravana se tratara, uno a uno de ellos interrumpía por completo lo que estuviera haciendo para quedársenos mirando. Nos transmitían todo el desprecio que podía una mirada. De a poco salían de sus puestos y en maza se movían a la par de las carretas, amenazantes. Nos clavaban la vista directamente a los ojos. Nosotros seguíamos avanzando lento, en silencio. Ellos empezaron con algunos insultos. Nos exigían que nos volviéramos por dónde habíamos venido… Y se ve que en el fondo habían tomado de más porque les empezaron a contestar y un viejo les tiró un zapato o algo así. Entonces los campesinos enloquecieron y empezaron a tirarnos todos  los maíces que encontraban a su alcance. Yo me refugié con Sounya dentro de la carreta y todos aceleraron el paso bajo una lluvia de mazorcas. Todo eso duró unos pocos minutos, pero bastaron para prácticamente destrozar nuestras carretas. Con los restos de lo que éramos llegamos la vera del arroyo y pudimos instalarnos. Forzosamente levantamos nuestras carpas para armar nuestro pequeño asentamiento. A los pocos días, con los padrinos ya elegidos, pudimos bautizar a Sounya. Kavi había encontrado una cámara entre las pertenencias y nos sacó una fotografía que no llegamos a ver, pero supimos que era bellísima. Sounya estaba preciosa, dormida, calma. Luego de la ceremonia me saqué el medallón y se lo colgué a ella en su cuna. Se veía como un ángel. Fue a las pocas noches cuando todo se echó por la borda. Nos despertaron las llamas en otras tiendas y salimos hacia el arroyo. Habremos llegado a sumergirnos cerca de cuarenta mujeres con nuestras criaturas. Los hombres se quedaron defendiendo las tiendas. Pude reconocer perfectamente a la otra facción de la caravana del norte de Andalucía. De ellas salían hombres que arrojaban objetos envueltos en fuego hacia nuestras carpas. Allá por el castillo de Alija se podía distinguir una amplia hilera de campesinos observando sin moverse del lugar. Todos los niños lloraban a más no poder. Me percato por fin de lo congelada que estaba el agua, estando sumergida casi por la mitad. Así fue que vimos arder, saquear y destruir todas nuestras pertenencias. Pasamos casi toda la noche las mujeres del grupo metidas en el arroyo con los niños observando a los hombres morir. Decididamente aquellos eran muchos más que nosotros. Cuando todo terminó era casi de madrugada. Creo que algunas criaturas habían padecido el frío de más… Pero Sounya estaba en una pieza, firme como el roble. Ni bien tuve la oportunidad corrí hacia nuestra tienda. Todas habían sido devastadas. Y la nuestra no fue la excepción. Kavi estaba con vida, pero malherido. Yacía en lo que había sido nuestra habitación. Los tres nos abrazamos entre llantos. Él me contó como pudo todo lo que vivieron. Estaban completamente ensañados en su venganza. Habíamos perdido nuestras carpas, nuestra ropa, nuestras joyas, nuestra comida. Muchos habían perdido la vida. Pero de todas las pérdidas, Kavi no paraba de lamentar la cámara de fotos. “Cualquier otra cosa iba a echarse a perder de todas formas. Pero en las fotos que le saqué a Sounya íbamos a poder recordarla por siempre. Como el hermoso ángel que ahora es y siempre será” - Lloraba Kavi, que había entendido por fin aquello que yo evitaba creer. Lo que me venían diciendo las demás mujeres desde la noche del bautizo y los dos rechazábamos rotundamente. Pero el frío que apretábamos entre Kavi y yo era absolutamente incuestionable. A medida que nos hundíamos el uno en el otro pude sentir cómo se encarnaba en mi pecho aquel medallón de oro que evidentemente fue lo único que  no pudieron llevarse de todo lo que les habíamos robado.