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Consigna día 3: Florencia Etcheves


Durante todo el viaje mi papá no paró de contar anécdotas de su infancia en la casa del campo. Era más que evidente que buscaba entusiasmarme con la idea. Pero para no herir sus sentimientos decidí simplemente no contestarle nada, como solíamos hacer en casa. Mi ex casa ahora. Por la ventana del auto hacía mucho rato que no se veía nada más que alambrados y pastizales. Lo más divertido que podías llegar a encontrar era una vaca perdida pastando. No podía parar de pensar en el viernes y cómo nos reímos toda la noche con mis amigas. A modo de despedida, mi mamá me dejó invitarlas a pasar la noche. Nunca se enteró que, en voz baja, nos quedamos despiertas contándonos cosas hasta el amanecer. Bueno, Lu creo que se durmió antes. Pero el resto lo vimos desde la ventana de mi ex cuarto, que estaba en un décimos piso. Algunas ya lo habían visto antes, pero esa era mi primera vez. La segunda fue esta madrugada cuando salimos de la ciudad. Todavía era de noche y el amanecer nos agarró a mitad del camino. Teníamos todas nuestras cosas en un trailer de madera que mi papá enganchó atrás del auto. Las tapamos con unas lonas pesadas antes de partir y ahí seguían hasta ahora. Arrastradas camino a nuestro nuevo hogar.

Yo tenía el recuerdo que me había quedado de chica de un caserón antiguo en medio de una frondosa vegetación. Conejos, caballos, gallinas. Pero al llegar comprobé que el caserón no era tan grande como lo recordaba. Estaba bastante venido a abajo. Di un par de vueltas por el exterior con mi maleta a cuestas. Pero no llegué a ver ningún conejo o caballo. Sí había un pequeño gallinero de madera humedecida. A pesar del llamado de mi papá fui directo a verlas. Mientras mis padres entraban las cosas del trailer a la casa, yo me acerqué a ellas y pude comprobar que se veían débiles. Parecían temerme y se apretujaban contra la pared del fondo. La canaleta de la comida estaba caía hacia una lado, donde se acumulaban restos. Al segundo grito de mi madre me volví con ellos.

Al entrar subí directo a mi nuevo cuarto. Era más grande que el anterior eso sí, pero de una madera vieja y de olor desagradable. Había una pequeña ventana que daba a la parte de atrás de la finca. Conectada por un sendero de tierra se veía más retirada una caseta vieja. Oscura y seguramente de la misma madera que toda la maldita casa. La cena fue entre cajas apiladas y bolsones sin abrir. Entonces mis padres me explicaron al fin lo que estaba sucediendo. Mi abuelo, el cual no recuerdo haber visto, había muerto hace poco. Y nosotros teníamos que venir a cuidar la casa y a la abuela, que vivía en el fondo. Mi papá me pidió que le llevara la cena cuando nosotros termináramos. Resulta que ella estaba muy mayor y muy débil como para cocinarse o salir mucho de su caseta. Entonces mi madre me pasó una bandeja con un plantón de comida, pan y agua. Y en el silencio de la noche atravesé ese sendero de tierra que veía desde mi cuarto para llegar a esa desvencijada casucha. Me detengo frente a la puerta, respiro y golpeo. Cuando abre, me encuentro con una figura encorvada, oscura, cubierta por unas mantas o sacos. Le paso la bandeja y sin decir una palabra la recibe con cierto temblor de brazos. Lentamente cierra la puerta y casi sin querer mis ojos quedan a la altura de la cerradura. Cierro el izquierdo y hundo el derecho en el orificio. No había una sola luz encendida. Apenas se distinguían algunas sombras gracias a un claro de luna que se filtraba. Cuando me estaba yendo empiezo a escuchar algo inquietante. Me alejo caminando cada vez más lento y me concentro solamente en lo que escucho. Distingo perfectamente el masticar de una bestia. Todo mi cuerpo se estremece y apuro el paso rápidamente en dirección a la casa. Al llegar a mi habitación me meto de lleno en la cama, rendida del cansancio. Mi madre me vino a dar las buenas noches y mientras acariciaba mi pelo me miraba como si algo quisiera decirme. Pero finalmente me besa la frente y se va apagando la luz. La cama era dura y la almohada olía a la madera húmeda de las paredes. Tuve que dar varias vueltas para empezar a conciliar el sueño. Entonces escuché una madera crujir y un galope veloz. Con mucho cuidado me asomo a la ventana en búsqueda de una respuesta. Quizá podría ver un caballo finalmente. De pronto una sombra indefinible se dirige a la caseta del fondo y salta dentro por una ventana. Pensé en salir corriendo a decirle a mis padres, pero estaba paralizada del miedo. Podía escucharse una especie de forcejeo dentro que de a poco iba menguando hasta apagarse. Con el corazón en la boca salto a la cama y me obligo a dormirme. Por la mañana lo primero que hago al despertar es ver la caseta del fondo. Se la veía intacta, aunque menos escalofriante a la luz del día. Bajo a desayunar para encontrar a mis padres muy preocupados. No me querían explicar nada, solo me miraban con una mezcla de enfado y temor. Salgo al exterior de la casa y veo el gallinero completamente destrozado. Nunca me voy a olvidar de aquella imagen. Las gallinas estaban despellejadas y todo estaba cubierto de sangre y plumas. Algo había embestido para comer a las gallinas. Entro corriendo del espanto y me pongo a llorar desconsoladamente. Mi madre viene abrazarme mientras mi papá se agarraba la cabeza. Quería contarles pero no me salían las palabras. Quería decirles lo que había visto a la noche, pero no paraba de llorar cada vez más a los gritos. Aquella criatura que había escuchado, que luego había visto entrar en la caseta… habría devorado a las gallinas primero para luego…

Mi padre interrumpe mi llanto apoyándome la mano en el hombro. Me aprieta un poco y sin mirarme a los ojos me dice que no me preocupara, que la abuela ya le había contado todo más temprano. Le describió perfectamente como yo me había escapado de mi cuarto por la noche para luego agarrar los leños apilados y arrojarlos contra el gallinero. Mi madre me abrazó aún más fuerte y caigo en cuenta que ahora era ella quien estaba llorando sin consuelo mientras yo solamente escuchaba perpleja a mi papá. Me repitió hasta el cansancio que no lo hiciera nunca más. Que no importara mi actitud, no volveríamos a la ciudad y me tendría que acostumbrar a esa casa me gustara o no. Luego mi madre me suelta y juntos ordenan las cosas del desayuno. Me preparan una bandeja y mi padre me dice: “Ahora por lo que hiciste, antes de comer algo, llevale el desayuno a la abuela. Y cuando te abra le pedís disculpas por lo que le hiciste a sus gallinas”.