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Consigna día 7: Hilario González


Cuando me llamó mi hijo esa noche para contarme que Ruperto había muerto se me escapó un suspiro de congoja. Hacía más de veinte años que estábamos separados. Yo me había quedado con Martín y Agustina y cada tanto, cuando el padre se acordaba de que era su padre, los pasaba a buscar. La verdad es que nunca fue mal tipo Ruperto… pero era un despelotado, un perdido… un ludópata. Su pasión eran los caballos. O por lo menos así lo describía él. Según mi punto de vista, su pasión era tirar toda nuestra plata apostando en caballos que siempre perdían. Eso y el alcohol fueron desgastando la relación, y ya con dos chicos una no puede pensar las cosas de la misma forma. Qué rápido pasa el amor algunas veces… Yo hacía más de veinte años que no lo amaba, pero sí lo había amado y mucho. Y tal vez por el amor que le tuve, o el que les tengo a mis hijos fue que me convencieron de ayudarlos a vender el departamento de su padre.

Llegamos los tres a esa pocilga donde vivió sus últimos años. Y hubiera vivido muchos más creo yo si hubiera dejado el cigarrillo a tiempo, como se lo había pedido tantas veces. Martín y Agustina ya era grandes, pero se sentían más cómodos conmigo ayudándolos con todo eso. Lo primero que hice fue abrir las ventanas. El olor a encierro y a tabaco eran pestilentes. Para hacerlo atravesé todo tipo de bolsas con ropa, cajas de pizza o ravioles vacías [casi todas vacías] y kilos de mugre en polvo. Por toda la casa había fotos de caballos, del Hipódromo, de él posando con jockeys famosos… Martín y Agus revisaban los papeles en busca de la escritura. Yo no les quería pinchar el globo, pero viví con ese hombre lo suficiente como para adivinar que esos papeles no iban a estar en ningún lado. Como Ruperto, que nunca estaba en ningún lado el pobre. Yo empecé a acomodar y a guardar sus cosas y su ropa para donarla a la iglesia. Así fue que me encontré de todo. Preservativos vencidos, papeles de delivery, cartas de aviso de corte de servicio, cajas de cigarrillo vacías, una colección de chapitas de cerveza, otra de corchos de vino, folletos de prostitutas vip… Algunas cosas entonces decidí censurárselas a mis hijos. Ya bastante sufrieron con un padre a medias y ahora con su muerte como para tener que enterarse tanto de su vida. Mientras Martín y Agus revisaban la parda de papeles que había en una caja, yo seguía ordenando hasta que encontré una foto que tenía guardada en el bolsillo de un pantalón. Éramos nosotros cuatro en el Hipódromo de Palermo. La foto me acuerdo que nos la sacó uno de los guardias, era un día bellísimo. Suspiré profundo y continué. Mientras lo hacía me puse a ver las fotos de los caballos, el Hipódromo… Yo nunca entendí esa pasión, ese afán. O quizá era meramente codicia oculta en el vicio de la apuesta. Lo cierto es que era el peor apostador del mundo. Nunca jamás, al menos el tiempo que estuvimos casados, ganó siquiera una apuesta con esos malditos caballos. Ni una sola. Yo ya no sé si solo era mala suerte o lo hacía apropósito. La única vez que le pegó a un caballo ganador, perdió el ticket de la apuesta. Increíble, ¿no?. Yo pensé que me estaba cargando, sobre todo porque según me decía… era mucha plata. No sé qué competencia de no sé cuánto era y me dijo de entrada que ganaba el negro “Fortuna”. En esa época me volvía tan loca con los caballos que ya me aprendía todos los apodos. Pero yo no lo vi comprar el ticket de ese caballo en ningún momento, había apostado por otros eso sí. Así que asumí que realmente le daba vergüenza haber perdido otra vez y me insistía que sí había apostado por él, que lo había extraviado. Me hizo quedarme hasta que se fueran todos para buscarlo en la tribuna, embarazada de Martín y todo. Qué se yo. Al principio me parecía divertido porque yo era joven, estábamos de novios y no conocía las carreras de caballos. Pero todo fue perdiendo gracia con el tiempo cuando la plata que perdía pasó de ser la suya a la nuestra y sobre todo cuando pasó de ser la nuestra a la de nuestros hijos. El día que lo vi sacarle la plata que guardaba Agus de su cumpleaños supe que ya no había retorno posible con ese hombre. Durante años me rogó que volviéramos, me llamaba llorando, le pedía a amigos y familiares que me hablaran de él. Yo creo que realmente el amor se terminó cuando empezó la lástima. Y yo no quería que mis hijos se criaran con un padre así, sin futuro, sin suerte. Sin “Fortuna”, me reí por dentro. Pero era la verdad. Ruperto parecía haber sido bautizado en salmuera. Martín estaba como loco revolviendo los papeles, pensando en el lío que sería vender el departamento si no aparecía la escritura. Agustina estaba revisando algunas pertenencias de su papá escondidas bajo una pila de ropa. En un momento me llama para preguntarme qué era ese documento que había encontrado. Claro, mis hijos no conocieron la libreta de enrolamiento, la marrón. Estaba estropeada, percudida por todos lados y humedecida. Costó despegar la tapa de lo aplastada que había estado. Pero ahí estaba él en esa foto en la que parecía estarme mirando directo a los ojos… Era lindo de joven. Eso era innegable. Hasta Agus se sorprendió. “¿Este era papá?”. Y yo me sonrojé y ella entendió todo. Primero se rió, e inmediatamente se puso a llorar. Entonces vino Martín a abrazarla. Agus me dio la libreta mientras su hermano intentaba consolarla.

Juntamos lo que pudimos, la escritura nunca apareció. Y yo me volví con varias ropas de mi ex marido difunto en el auto para llevarlas a la iglesia. Qué ganas. Estaba llegando a casa cuando un semáforo me detiene y decido volver a ver su foto en la libreta. Tenía una mirada penetrante. Me puse a pasar página por página, despegándolas como podía. Pero fue cuando el semáforo se puso en amarillo que noté que las del medio estaban completamente pegadas. Tuve que hacer fuerza y cuando el semáforo se puso en verde me empezaron a tocar bocina. Entonces me puse muy nerviosa y lo terminé rompiendo. Se me abrió la libreta en dos y tuve que arrancar el auto como pude porque me iban a llevar puesta. Ahora estaba por llegar a mi casa con hojas de la libreta de enrolamiento de Ruperto en todo el auto. Decí que en la cochería nos pidieron el DNI. Cuando estacioné me puse a juntar las hojas y encontré las que estaba queriendo despegar cortadas a la mitad, pero pegadas todavía. Con más paciencia me puse a despegarlas con las uñas. No quería hacerlo dentro porque estaba Norberto y ni yo sabía por qué había guardado la libreta de mi ex marido. Cuando logro por fin despegar las hojas veo que en el medio de ambas había un papel pequeñito y todo amarillento. Me puse los lentes y prendí la luz del auto. Pude reconocer perfectamente el ticket del Hipódromo de Palermo. Lo apenas legible rezaba “12 de abril de 1984 - Apuesta: Fortuna”. De no ser porque estaba sentada me hubiera caído, de seguro. Entonces recordé repentinamente a Ruperto diciendo siempre que los políticos eran todos iguales, que nunca iban a cambiar nada y que no tenía sentido votar; que si querían que fuera a votar que lo vayan a buscar a su casa y lo lleven en un patrullero. Quién hubiera dicho que si lo hubiesen ido a buscar, quizá habríamos estado a tiempo de reclamar una fortuna. Pobre hombre, para cagadas era mandado a hacer.