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La luz se filtraba aún cálida sobre la cocina donde una tostada con dos bocados menos yacía al borde de la mesada. Solo por ese momento el sol generaba un destello sobre el frasco aún cerrado de mermelada de durazno para luego terminar explayándose en un breve arcoiris sobre la pared blanca. Al lado del frasco: un inútil repasador. Los utensilios para el desayuno quedaron dispuestos en vano sobre la mesa. El diferencial, el punto álgido si de una pintura se tratase, lo tenía el mate. Era una calabaza amarronada y barnizada de la que colgaba una vieja bombilla de bambú. Aún humeaba, a pesar de estar lavado. 

La puerta del baño se cierra de pronto y el ambiente vuelve a quebrarse. El mate recibe una última oportunidad de estar caliente en este día tan frío. Las llaves son al fin halladas y puestas en acción en todo su esplendor. Primero son puestas al revés, incluso insistidas en este sentido. Luego logran ubicarse en su propósito, no sin antes chocar en la puerta de la cerradura. Carnan hasta el final y giran dos veces sobre sí mismas. Las migas de pan son pisadas en el suelo, trituradas en el acto y luego esparcidas como cenizas por el aire con el portazo de cierre. Como si no fueran nada para este mundo. Caen difuminadas por los rincones donde se junta la nada en esta casa. Y de tanta nada que se junta se empiezan a formar aquellas formas oscuras, manchas que van creciendo y adhiriéndose a la superficie que le es permitida; donde no es barrida, trapeada, aspirada, sacada con espátula o con servilleta. Aquel portazo que hizo volar por el aire a las migas, apenas resultó el rumor de una brisa para los claveles del balcón francés. Se trataba de esos que solo llevan el reborde color rojo, pero [salvo por algunos salpicones] su interior es de un amarillo pastel. Imperceptibles, casi a escondidas, los claveles iban modificando su posición desde su copa hasta fijarse desde el tallo.

En el baño, la toalla mal colgada del barral cae completamente humedecida. Casi arrugada se postra como una gota más de las que cuelgan todavía de la cortina. El espejo mantiene el empañado que denota las marcas de viejas salpicaduras, nunca correctamente faginadas. El vapor aún se apega a las cerámicas, pero las gotas de la cortina están al caer.

La cama quedó abierta de sopetón, de derecha a izquierda. Una pantufla por debajo no fue encontrada a tiempo aquella mañana, segundo gran detonante de la tragedia. El primero habrá sido una alarma postergada más que lo suficiente.

Aquel portazo [el del rumor de brisa para las orquídeas, el vendaval de las migas], logró sacudir por completo a las llaves que colgaban de la cerradura. Solo unos segundos dieron la paz de dejar las cosas como estaban. Porque pocos instantes después de que la puerta se cerrase, esta empezó a ser forzada desde afuera. Primero se trató de la puerta en sí, la que intentó ser embestida sin éxito. Pero inmediatamente fue el picaporte el sacudido inútilmente durante incesantes segundos, hasta detenerse todo intentento de pronto; en seco. 

Las llaves lograron al fin dejar de golpearse dentro del manojo para rebotar por última vez contra la cerradura, colgando del lado de adentro. Del de las migas.


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