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Era el verano de 1992, y mi hermano y yo corríamos una carrera a muerte hasta la playa. El último en llegar no solo se moría, sino que además dormía en la cama de abajo. La arena nos quemaba los pies y los gritos de mi madre ya no nos importaban. La playa era un lugar sin reglas para mi hermanito y para mí hasta ese verano. Yo era el mayor y no podía perder, y sobre todo no quería dormir abajo. Él estaba cansado de “morir” siempre y ponía a su vez todo de sí. La arena dura se nos precipitó de golpe y yo tomé una clara ventaja por sobre mi hermano. El agua terminaba de retirarse de la orilla y sobre el horizonte se elevaba súbitamente aquella ola que nunca paró de crecer.


Hoy, diez años después, el vértigo que sentimos nos parece muy similar al de aquel día. Con mi hermano estamos arriba de un avión completamente equipados a punto de tirarnos de paracaídas por primera vez en nuestras vidas. Ninguno quería tirarse primero, así que estuvimos discutiéndolo hasta el último piedra papel o tijera. Al pobre le tocó perder como siempre. Los instructores nos hacían señas de que seríamos los siguientes. Yo me giro hacia mi hermano y lo veo con la mirada clavada en la compuerta abierta hacia el vacío celeste. Golpeo con mi mano su rodilla y logro sacarlo del ensimismamiento. Entonces se estremece una vez más. Luego me sonríe para que me quede tranquilo, se para y camina hacia el instructor. Mi hermano se detiene en la escotilla. Verlo de espaldas sobre ese fondo celeste hizo que volviera mis pensamientos por un momento a esa playa, a ese estremecer. Entonces mi hermano salta y desaparece de mi vista. Me llama el otro instructor y nos preparamos para saltar juntos. Respiro profundo y cierro los ojos. Simplemente sentí caer sobre una turbulencia violenta sobre la que dábamos vueltas por el aire sin podernos dominar.


Aquella era la ola más grande que había visto en mi vida. Quise darme vuelta para advertirle a mi hermano que era momento de zambullirse sobre la base de la ola, pero no tenía tiempo. La ola estaba por romperse y me arrojo esperando que mi hermano vea lo que yo estaba haciendo y me siguiera. Me sumergí a la ola más loca en la que estuve. Me sacudía para todos lados hasta que pude superar la correntada y salir a flote. Respiro profundo y completamente emocionado por la aventura. Ubico mi objetivo en la orilla y comienzo a nadar para ganarle a la marea y a mi hermano una vez más. Las sombrillas y las carpas no se veían tan lejos, pero al mirar a mi alrededor no vi a mi hermanito por ningún lado. El Guardavidas salta de su garita y corre hacia mí. Miro desesperado sobre la superficie y mi hermano no flota por ningún lado. El Guardavidas me está gritando, pero no lo escucho. Respiro profundo y cierro los ojos. Me sumerjo en busca de mi hermano. Buceo contra la corriente y abro los ojos como puedo bajo el agua. Lo busco desesperado y allí lo encuentro, de espaldas. Uso todas mis fuerzas para llegar hasta él y subirlo a superficie. El Guardavidas nos caza al vuelo a los dos y nos lleva de un tirón a la orilla. Se cerciora de que yo estoy bien. Mis padres venían corriendo todavía a lo lejos cuando veo que mi hermano no se mueve mientras el Guardavidas le toma el pulso. Entonces vi lo peor que podría haber visto en ese momento.


Me daba mucho miedo, pero logré abrir los ojos en aquella caída libre al vacío. Me asusté de no ver a mi hermano en ningún lado, hasta que de pronto vemos perfectamente como su paracaídas se abre desde arriba. Me quedo un poco más tranquilo de verlo al fin a salvo y me relajo a la espera de que el nuestro se abra y todo sea diferente.


En ese momento tenía 11 años, pero ya había visto en películas cómo se practicaba una resucitación. Empezó con masajes cardíacos y luego con respiración boca a boca. No podía creer lo que estaba viendo. Mis padres llegan a la escena y no me hizo falta ver sus caras para entender que mi hermano podía morirse de un momento a otro. Como si ese estúpido juego se pudiera hacer realidad. Me arrojo para agarrarle la mano mientras veo al Guardavidas insistir con la misma dinámica una y otra y otra vez. Mi padre rezaba y mi madre lloraba a más no poder. Yo le aprierto bien fuerte la mano y es entonces cuando siento de su parte una leve respuesta. El Guardavidas hace una pausa y al cabo de un segundo mi hermano súbitamente se estremece y despierta. Lo ayudan a vomitar agua y parece reaccionar. Mis padres lo abrazan y alguien llama a una ambulancia. De pronto siento que es mi hermano quien me aprieta ahora la mano. Y me sonríe para tranquilizarme.


Al final el paracaídas se abre. Esa caída es ahora un suave reposar en el aire mientras la gravedad hace lo suyo. Sigo con la mirada a mi hermano y no puedo creer lo grande que está. Lo valiente que se ha vuelto, o que quizá siempre fue. Aunque todavía no pueda evitar estremecerse cada vez que tiene que afrontar un reto que lo asusta por completo.