El Laberinto

 

El laberinto queda en la parte frontal del palacio. Lo que irónicamente lo convierte en la entrada principal que [por lógicas razones] nunca nadie usa. Nos vimos forzados a movernos por las distintas entradas de servicio, como si fuésemos personal. De todas, mi entrada favorita era la del ala izquierda cuyo ingreso costea el más grande de los lagos. En esta época suelen sobrevolarlo pequeños grupos de flamencos y, sinceramente, verlos volar sucedidos por su reflejo en el agua al atardecer es un paisaje que nadie en el mundo debería perderse. Una vez dentro solemos encontrarnos en el recibidor principal para organizar las tareas diarias. Una o dos veces a la semana Milord solicita que le sea preparado el Laberinto para una suelta por la tarde. Si no daba ninguna directiva en particular simplemente lo llenábamos con los prisioneros que nos quedaban. Pero también nos sucede que los prisioneros se mueren con cierta frecuencia y eso dificulta la tarea. Posiblemente el frío y la humedad de los calabozos sean de las principales razones. Sin embargo, algunos de ellos logran quitarse la vida de la manera más insólita que uno pueda imaginar. En el caso de que no tuviésemos la suficiente cantidad de prisioneros, o de animales, objetos, o lo que fuera que nos haya pedido tenemos que salir a buscarlo, comprarlo, robarlo, cazarlo. Lo que estuviera a nuestro alcance. Ese trabajo está bajo mi completa coordinación y me encargo de ejecutarlo hasta el final del evento. Final que casi nunca se da con un prisionero logrando salir. Ya que generalmente Milord se aburre después de unos cuarenta o cincuenta minutos y se va a recostar mientras nosotros desmantelamos toda la contienda. Y todo lo que en ella se incluya.

Era ya jueves al mediodía cuando él me reconoció súbitamente en el recibidor principal. Milord vino directamente hacia mí haciendo que todos a mi alrededor se fueran alejando con cautela. Me pidió una suelta en el Laberinto preparada para la tarde, o lo antes posible mejor dicho. No tenía ninguna pretensión en particular salvo la urgencia, lo cual fue un cierto alivio. Por supuesto, me comprometí a trabajar de inmediato en el asunto y Milord se fue con el mismo nerviosismo con el que se había acercado. Su breve intervención había roto la distensión reinante dejando a todos tensionados, crispados. Ni bien se alejó apuré mi copa para poner en funcionamiento a todo el equipo. El relevamiento en los calabozos daba siete prisioneros en condiciones de correr y luchar. Los pisos y paredes adoquinados fueron mandados a emprolijar. La habitación de Milord en lo alto del palacio fue también dispuesta para la ocasión. Desde allí tenía una vista completa de todos los rincones del Laberinto. Solamente seis de los siete prisioneros que serían soltados recibieron un refuerzo en su dieta. Nos pareció más adecuado dejar sin comer al caníbal antes de la suelta. Ese tipo de detalles suelen ser del agrado de Milord.

Reviso cada rincón de la habitación con detenimiento, desde el banquete personal hasta los arreglos florales. Todo parece estar en su lugar. Aviso que pongan a los bárbaros en las portezuelas del Laberinto, a punto para ser soltados con la orden de Milord. Él entra apresurado y casi no bebe que ya pide dar largada. Todos volvemos a temblar por dentro. Le señalo a cada uno de los prisioneros para que se familiarice. Entonces me agarra de la camisa y, sin mirarme, me pregunta por qué son siete y no son ocho. Exactamente todo el mundo entumeció. Le explico que solamente siete prisioneros estaban en condiciones de ser soltados y que como no hubo ninguna exigencia previa entonces… Pero la explicación fue demasiado larga para lo que Milord escucha. Me miró fijamente, por primera vez en mucho tiempo, y me pidió que enseguida, en la inmediatez, sean ocho. Bajo disparado a los calabozos para comprobar con mis propios ojos que no había ningún otro infeliz capaz de levantarse del piso. Con el Encargado intentamos desesperadamente poner de pie a alguno, pero todos se desplomaban al instante. Probamos darles piezas de tirantes como muletas, pero tampoco tenían la fuerza suficiente para sostenerse. Me dirijo personalmente al Laberinto para solucionarlo con mis propias manos. Milord estaba esperando y eso no podía continuar siendo así por mucho tiempo. Al llegar a una de las portezuelas llamo al jardinero más cercano implorándole ayuda para abrirla. Hicimos fuerza y entre los dos lo logramos. Cuando el desgraciado se relajó, lo agarro del cuello y empujo en dirección a la entrada del Laberinto. Encolerizado hundo mis manos en su oscuro cuello mientras forcejeo a centímetros de la entrada, a punto de ponerle fin a todo esto. En el momento en que estoy por arrojarlo dentro saca una tijera de mano y me la clava en el estómago. Entonces el infeliz se libera de mí y siento mis manos debilitarse irremediablemente al tiempo que la herida empieza a arderme. 

De pronto, todo se congela en un instante. Los flamencos estaban en ese momento remontando vuelo al sur nuevamente. Hubo un breve pero profundo blackout y cuando volví en mí pude reconocer perfectamente el adoquín sobre el que había sido arrojado. La sangre me brotaba sin cesar cuando escucho sonar la bocina que indicaba el fin de mis días. Levanto como puedo la mirada para comprobar que la compuerta había sido cerrada por aquel jardinero. Quería pararme, quería correr, quería llorar, quería volar. Pero por sobre todas las cosas quería olvidarme de las palabras del Encargado de los calabozos cuando aquella vez, muy contento, me confirmaba que por fin habíamos logrado que el caníbal oliera sangre a distancia.