30 May
30May

El día que el niño increíblemente pequeño

que solo miraba para arriba 

conoció al niño increíblemente grande 

que solo miraba para abajo


 

¿Nunca te pasó?

¿Encontrar de repente en la calle a alguien que al solo mirarlo te da la sensación de que puede ser especial en tu vida?

Y si te devuelven la mirada… 

 

¿Por qué callar?

 
 

 

En el hospital todos quedaron conmocionados el día que nació Ulises. Un murmullo inquietante reinaba el ambiente. Enfermeras, doctores y pacientes chismoseaban en voz baja y miraban de reojo. Era la primera vez que veían a una mujer entrar con trabajo de parto al quirófano sin panza de embarazada. ¡Con solo decir que lo que hizo demorar el parto fue encontrarlo! La internaron creyendo en su marido, político muy respetado, quien afirmaba que su esposa estaba realmente embarazada. “¡Hágame caso e interne a mi mujer si no quiere tener problemas desde el Ministerio!” - dijo, muy severo, el padre de Ulises. El anciano doctor, con anteojos puestos, mandó a poner una gran lupa frente suyo, incrementaron las luces. El doctor sudaba; el padre fumaba; la madre preguntaba… el resto callaban. Fue después de un largo rato que en medio de la exhaustiva búsqueda una enfermera notó que ya había salido mientras el doctor seguía en pleno trabajo. ¡Había estado a los pies de la camilla vaya a saber desde hace cuánto! Era tan pequeñito… casi imperceptible como una arruga en la sábana. Al principio todos se acercaron intrigados a verlo, pero luego se alejaron de la camilla lentamente y miraron al padre de Ulises con cierta decepción… La mamá miraba confundida y pedía explicaciones. Él, sin decir una sola palabra, abandonó a su esposa en el hospital y nunca, ni ella ni ninguno de sus hijos, lo volvieron a ver.

Tomi había sido un niño muy feliz una vez. Cuando era de estatura normal. Pero a todo niño le llega el estirón. No a todos le llega a la misma edad ni crecen lo mismo. El problema fue que cuando le llegó a Tomi él nunca paró de crecer. Al principio apenas sobrepasaba a sus compañeritos, pero al poco tiempo era más alto que cualquiera de sus padres, maestros, vecinos… Todos lo miraban distinto ahora: desde abajo. ¡Justo a Tomi que nunca le gustó llamar la atención! Era muy incómodo para él que todos lo estén mirando y lo ponía nervioso salir de su casa. Solía encorvarse para tratar de ser más bajo, le avergonzaba su altura.

Ulises era tan pequeño que cabía en la palma de una mano. “De la mano de un insecto” - solía burlarlo su hermano mayor mientras comía su barra de chocolate. Y era muy mayor, por cierto. ¡Y cuánto más mayor le parecía a Ulises siendo él tan diminuto! Todo esto lo ponía furioso. No solo lo que le decía su hermano sino el hecho de que sea más grande. “Si yo fuera de su altura…” - se decía a sí mismo con resentimiento. Pero no era su hermano el problema. “El problema soy yo” - pensaba Ulises -. “Si todo el mundo es inmenso para mí… será que yo soy muy pequeño para el mundo…”. Pero eso no desalentaba a Ulises. ¡Deseaba crecer! Ser alto como los demás. ¡Soñaba con que un día despertara siendo grande y demostrarle a los demás que estaba a su altura! Todo eso soñaba Ulises cuando dormía en su cajita de fósforos, que su madre, gran costurera y tejedora, había forrado delicadamente para que duerma cómodo. A su vez, le confeccionaba la ropa con mucho detalle, paciencia y amor.

Tomi tenía miedo a las alturas. Por eso no solía alzar la vista. De todos modos, no le hacía falta. Era tan alto que todo lo que había para ver lo abarcaba sin levantar la mirada del piso. “Si no hay nada arriba de mi cabeza para ver, entonces, ¡No pienso alzar la vista nunca más!” - se juró Tomi un día. Juramento que mantuvo porque él es de los que cumplen con sus promesas. Pero eso no lo hacía más feliz. Él quería ser normal. Quería caminar entre la gente sin que nadie se asuste de él, jugar con sus compañeros sin que se burlen o le teman. Pero no había cuánto encorvarse que le bastara para eso…

La mamá de Ulises, cuando lo podía encontrar, le prohibía que salga a la calle. Por lo menos no sin casco y rodilleras. “La gente no mira hacia abajo cuando camina, hijo” - le decía su madre -. “Todos están siempre muy apurados, mirando solo hacia adelante. Si hasta me atropellan a mí que soy de su altura ¡A vos te pueden aplastar!”. Pero Ulises se rehusaba. Se escapaba y salía a caminar sin protección. Le daba vergüenza que lo vieran caminar con ella.

Así, sin más, llegó el momento en que Tomi no pudo entrar más en su habitación. Sus padres llenaron todo el patio de paja para que Tomi estuviese más cómodo, ya que solía moverse mucho mientras dormía. Poco a poco la ropa de su abuelo (el robusto Tomás) le fue quedando tan chica que algunos retazos de tela apenas lo podían cubrir bien. Sus zapatos estaban viejos y desgastados. La ropa apretada y su gran estatura hicieron que se volviera muy torpe. Claro, apenas podía ver lo que estaba por debajo de su cintura. ¿Cómo evitar pisar los juguetes de su hermanito que lloraba todo el tiempo porque su hermano mayor lo dejaba sin soldados y sin aviones? Todo lo aplastaba tratando de llegar a él cada vez que lloraba. Sus padres estaban siempre tan ocupados trabajado que solo Tomi tenía tiempo para su hermano. Pero, si conseguía calmarlo, su hermanito volvía a llorar al ver que todos sus juguetes estaban rotos.

Un día la madre de Ulises le pidió a él que saliera a encargar el pan, ya que su hermano se rehusaba a ayudar en la casa y ella tenía mucho trabajo atrasado: ¡Era tan trabajoso hacerle la ropa a su hijo menor que no le daba tiempo a cumplir con los pedidos de sus clientes! Puesto que Ulises tendría que salir a la calle, ella lo vistió con el equipo apropiado. Ulises le pedía que por favor lo dejara salir sin todo ese bochorno encima. “¡La gente se va a reír de mí!” - decía mientras trataba de sacarse el casco. “Apenas si te pueden ver ¡Tonto! Ni siquiera notan que tenés cabeza” - le dijo, riéndose, su hermano. “¡Si pudieran ver lo que tenés dentro de la tuya a vos tampoco te mirarían!” - le contestó Ulises haciéndole frente. Su hermano apretó furioso su barra de chocolate haciéndola volar por el aire, se levantó de un salto del sillón y, rojo de cólera se abalanzó hacia Ulises. Su madre, asustada, se aferró a la caja de costura gritándole que se detenga. Ulises comenzó a correr aterrorizado evitando las hendiduras del avejentado parqué. ¡Quién sabe si hubiera podido salir rápidamente! El piso temblaba por los agitados pasos de su hermano sacudiéndolo todo. ¡Estaba cada vez más cerca de él! De la mesa cayó un escarbadientes que Ulises agarró feliz antes de deslizarse bajo la puerta en el instante en que su hermano se abalanzaba hacia él. Ulises terminó de salir justo cuando se escuchó el gran estruendo que hizo la cabezota de su hermano contra la puerta. Ulises se alejó de su casa mientras escuchaba los regaños de su madre a su hermano. Pero él estaba muy contento por su audacia y muy confiado con su escarbadientes. Porque, claro, si bien a Ulises le encantaba caminar entre la gente normal, era muy arriesgado para él. Siempre terminaba con dolor de cuello y tenía que esquivar esos inmensos pies. Pero a lo que más le tenía miedo era a los tacos aguja y, por supuesto, a los chicles. ¿Qué podía ser peor que no solo te aplasten, sino que te quedes pegado y te sigan pisando una y otra y otra vez? Esa era la razón del escarbadientes, con él suponía que podría librarse si se quedara pegado, aunque nunca había tenido la oportunidad de comprobarlo. Hasta el día que conoció a Tomi.

Con el tiempo los padres de Tomi fueron ganando desconfianza de su hijo mayor y lo retaban por todo, hasta por lo que sabían que no era su culpa. Debe ser muy incómodo para un padre y una madre ver como su pequeño hijo en tan poco tiempo se vuelve mucho más grande que ellos mismos.

Y así fue que un día Tomi escuchó que su hermanito lloraba en el piso de arriba e intentó llegar para consolarlo. Quiso subir las escaleras, como hacía la gente normal… ¡Pero a los pocos escalones las tablas cedieron por su peso y la baranda se venció y partió en pedazos! Tomi perdió el equilibrio, vio a su hermano llorar muy lejos de él mientras el mundo giraba. La escalera se desplomó, volaron astillas, escombro y maderas. Al escuchar el estruendo, los padres llegaron corriendo. Encontraron a Tomi sentado en el piso muy dolorido, la escalera rota y a su hijo menor llorando en el piso de arriba y sin poder subir por él. Desesperados por el llanto del niño, llamaron a los vecinos, familiares y hasta a los bomberos para ver quién podía tener una escalera tan larga que llegara hasta su hijo. Tomi vio como sus padres corrían de un lugar a otro para ayudar a su hermanito, pero a él sólo lo miraban con desprecio por el desastre que había ocasionado, sin reparar siquiera en la lastimadura en su rodilla que sangraba ¡Ya había olvidado cuando fue la última vez que su mamá le puso una curita!

Ese día comprendió que no había lugar en esa casa para él, y no era una cuestión de tamaño.

Tomi salió sin llevarse nada, ya que no había nada que necesitara de allí. Rengueaba por su rodilla lastimada a paso apresurado para alejarse, solo quería ir lejos, muy lejos. A medida que caminaba sus zapatos se iban quebrantando y generando aberturas. Dentro de su barrio no había mucha gente que no lo conozca así que sus vecinos solo lo esquivaban, como siempre. Pero a medida que se iba alejado la gente que lo cruzaba se sorprendía y asustaba por el gigante que estaban viendo. “No hay lugar para mí ni dentro ni fuera de mi casa” - pensó muy triste mientras intentaba que sus zapatos no se le deshicieran al andar.

Ulises caminaba con la frente en alto utilizando su escarbadientes como bastón, mirando a la gente pasar (sobre él, claro). Podía evadir con mucha agilidad a todos los transeúntes, era como un juego para él. ¿Qué niño no se divierte corriendo y saltando de un lado a otro? De pronto, la gente comenzó a correr, todos alborotados y gritando. Muy asustado, pero excitado, Ulises veía como esos gigantescos pies se abalanzaban sobre él y empezó a esquivarlos lleno de adrenalina. ¡BUNG! ¡Una bota por la derecha! ¡BANG! ¡Un zapato por la izquierda! ¡Al piso: una silla de ruedas! Mujeres que corren del shopping: ¡TACOS! ¡SHUM! ¡SHUM! ¡SHUM! ¡SHUM! Ulises solo atinó a agacharse aterrorizado mientras un ejército blindado de tacos aguja le pasaban por ambos lados como autos de carrera. Y cuando por fin se animó a mirar hacia arriba: ¡Una masa violeta lo aplasta desde el recoveco de una zapatilla! Ulises sentía que estaba dentro de una licuadora: ¡Imágenes pasaban tan rápido que no podía distinguir nada! De repente, recordó que tenía a su aliado en caso de emergencias. Se aferró al escarbadientes y, valiente como él solo, lo puso a hacer de palanca entre el chicle y la zapatilla. Cada vez que sentía que el pie estaba en el aire hacía fuerza y cuando se apoyaba cesaba. Ulises era muy inteligente y, aún en una situación así, podía pensar fríamente y sabía que no tenía sentido hacer presión si estaba contra el piso. Aire: ¡Fuerza! Suelo: Espero. Aire: ¡Fuerza! Suelo: Espero. De golpe, ve que se dirige directo a una luz brillosa en el piso… ¡Eran vidrios! Estaba solo a unos pasos de un montón de vidrios rotos. Ulises, en el suelo, se aferró con todas sus fuerzas al escarbadientes. Tenía el corazón en la boca, tomó aire y cuando sintió que se elevaba del suelo… AIRE: ¡¡FUERZA!! Y…          

¡CRASH! Su escarbadientes se partió y Ulises salió volando por el aire con un trozo del escarbadientes y un poco de chicle. Por primera vez agradecía tener el casco y las rodilleras ¡Quién sabe cuántos centímetros había volado por el aire antes de caer al piso! Aturdido por el golpe del casco contra el suelo, comenzó a sentir que el piso vibraba cada vez más fuerte mientras se sacaba el pedazo de chicle de la espalda y los brazos. Había bolsas de compra en el piso tiradas por doquier; los tomates saltaban por la vibración. Incluso, tuvo que esquivar algunos para no ser arrollado. Ulises miraba atentamente sus pies saltando por el temblor de la vereda que se hacía cada vez más fuerte. De repente, notó que el sol se fue y al alzar la vista: ¡El pie más inmenso que había visto en toda su vida estaba a punto de aplastarlo! Sin siquiera pensarlo Ulises se agachó y por mero reflejo levantó sobre su cabeza el pedacito de escarbadientes que le había quedado.

 

“¡AAAAAAAAHHHHHHHHHH!” - gritó desconsolado Tomi al sentir el pedacito de madera hundiéndose en su pie por una de las aberturas de su zapato.

Ulises sintió que unas gigantescas gotas de agua salpicaban a los costados. De pronto sintió un estruendo que sacudió la tierra y lo levantó varios centímetros del piso. Alzó la vista y vio a Tomi (la persona más gigante que alguna vez había visto) sentado de frente llorando y agarrándose el pie derecho. Se sacó el casco y se acercó un poco.

“S… señor…” - dijo Ulises como pidiendo permiso, pensando que se trataba de un mayor; no sabía que los mayores lloraban. A lo lejos algunos vecinos observaban y chismoseaban ocultos en las esquinas. Tomi lloraba desconsoladamente y su cara se volvió muy colorada de golpe. Se agarraba el pie toscamente y tratando de tantear el diminuto pedazo de madera que tanto le hacía doler y que no lograba encontrar. “¡Señor!” - insistió Ulises. Pero los gritos de Tomi tapaban todo intento de Ulises por comunicarse. Mientras Tomi lloraba gritando a más no poder Ulises se acercó al piesote, colocó el casco en el piso ¡Y saltó con todas sus fuerzas para alcanzar el pedacito de escarbadientes incrustado! Se colgó de él con ambas manos y comenzó a tirar con todas sus fuerzas luchando por sacarla. ¡El dolor era insoportable! Tomi empezó a gritar a todo pulmón, las vidrieras se agitaban y los últimos pájaros salieron volando. Los vecinos, miedosos, se ocultaron y siguieron cotilleando de lejos. Tomi lloraba desconsolado y agitaba el pie desesperadamente sacudiendo a Ulises por el aire, quien apenas tenía fuerzas para sostenerse del pedacito de madera que se le resbalaba de las manos. Cuando estaba a punto de zafársele de sus dedos el escarbadientes se desprendió del pie y salió volando. Y volando él también por al aire… otra vez.

De repente, Tomi paró de llorar y abrió los ojos, aún agitado. Se secó las lágrimas y vio como Ulises se levantaba del piso con el pedacito de escarbadientes en las manos.

“Perdone que lo haya pinchado, pero no quería que usted me pisara” - dijo Ulises acercándose nuevamente. Tomi lo examinó bien y vaciló un momento. ¡Era la criatura más minúscula del mundo! ¡A penas si lograba distinguirlo del escarbadientes! Por fin, temeroso, se animó a preguntar:

“¿Sos un puerco espín?”. Ulises lo miró atónito. “¡¿Un puercoespín?! ¡¿Yo?! ¡¿No ve que soy un niño!?” - respondió. “¿Y por qué te defendés como un puercoespín… pinchando?” - preguntó Tomi. “Fue sin querer… no quería lastimarlo…” - contestó Ulises. “También los puercoespines pinchan sin querer…” - dijo Tomi. “Es que los puercoespines son pequeños… y la gente no mira abajo cuando camina… - contestó Ulises - quizás por eso tengan pinches: para que nos los pise la gente”. Tomi pensó en todas las veces que se lastimó pisando los juguetes de su hermanito sin percatarse de que podrían ser puercoespines que no querían ser pisados. Volvió a mirar a Ulises y le dijo: “Vos no podés ser un niño… sos muy pequeñito…”. Ulises sintió el dedo en la llaga y sacudiendo el escarbadientes le dijo: “¡Mire señor, yo no le falté el respeto! Y si usted piensa que solo por ser más grande que yo puede…”. Pero Tomi lo interrumpe: “¿Por qué me decís señor?”. Ulises, con muchas más palabras en la boca que en la cabeza, se detiene a pensar. “Bueno… a los adultos se los trata de señor y señora, según mi mamá, es por respeto”. Tomi ríe. “Pero yo no soy un adulto, soy un niño” - respondió. Ulises abrió tanto los ojos que Tomi casi pudo verlos. Luego, dudó y pensó que se trataba de un engaño. “Si es que sos un niño ¿Qué hacés acá sólo, en la calle?”. “Me olvidaron…” - dijo Tomi dolido. “¿Te olvidaron acá?” - preguntó Ulises mirando a los costados. Los chismosos se escondieron rápidamente para no ser vistos, tras postes y faroles. “No. Me escapé de mi casa, allá no me quieren…”. Ulises sintió que su corazón se retorcía. Se acercó a la mano de Tomi y éste llevo esa mano a su rostro para poder ver a Ulises de cerca. “Yo también me escapé de mi casa… mi hermano es un tonto… no quiero volver a verlo en mi vida”. “¿Y en dónde vas vivir ahora?” - preguntó Tomi, pensando que tenía un compañero. “¿Ahora? En donde siempre, en mi casa…”. “Yo no pienso volver” - respondió Tomi -. “¿Puedo vivir en tu casa?”. Ulises lo miró detenidamente con pena, y esquivó la mirada. Trató de buscar cada palabra antes de decirla: “Mi casa es muy pequeña…”. “Puedo dormir en el patio” - se apresuró Tomi. Ulises lo miró muy apenado. “Mi casa no tiene patio”. Tomi agachó la mirada y bajó a Ulises al piso. Los ojos de Tomi comenzaron a llenarse de lágrimas. Ulises sintió la necesidad de evitar que llorara. Tomó su casco, se lo puso y se apresuró a decir: “¿Por qué no vamos a dar una vuelta?”. Tomi cesó el sollozo: “¿A dónde?”. “Podemos ir al parque”. “¿Es grande? Nunca fui al parque…”. “¡¿No?! Bueno, sí… es muy grande, podés correr y jugar ¡Y yo puedo ir arriba tuyo y ver todo desde tu altura!”. Tomi sonrió al pensar en correr libremente y se decidió a pararse. Pero un fuerte dolor en la rodilla lo detuvo y lanzó un grito seguido de su ya reiterado sollozo. Ulises pensó: “Es un niño…”. Se acercó a Tomi y vio cómo se agarraba la rodilla lastimada por la caída de la escalera. Ulises miró derredor: no había nadie a quién acudir, ninguna madre. Sin embargo, vio en el piso las bolsas de supermercado y empezó a revisarlas. En una encontró con qué curarlo. Le costó convencerlo, pero Tomi al final accedió a que Ulises le colocara alcohol. Si Tomi había gritado al ser pinchado por el escarbadientes… esta vez se quedó sin pulmones. Dio un grito tan pero tan fuerte que Ulises pensó haberse quedado sordo unos segundos. Aquellos vecinos salieron corriendo despavoridos; pero en pocos minutos volvieron a sus puestos de vigilancia. Ulises le acercó gasa y lo ayudó a colocársela. Tomi acercó su dedo meñique: “Tomi” se presentó. Ulises se aferró a este con todo su cuerpo y mientras lo agitaba de arriba abajo contestó “¡Ulises!”. Así, Tomi hizo subir a Ulises a su hombro y (una vez que éste se sujetara de su cabello) se levantó suavemente del piso para que no le doliera tanto la rodilla. Ulises no podía creer lo que veían sus ojos… miraba atónito todo, absolutamente todo. Ésta vez él estaba en la cima y todo se veía tan pequeño para él. Tomi empezó a caminar y Ulises tuvo que aferrarse más fuerte todavía de su pelo. Su corazón empezó a bombear muy fuerte y sus ojos no daban crédito a todo lo que veía.

Tomi, por primera vez, era feliz caminando por la calle. Y ya no se encorvaba.

A medida que ellos caminaban, a por lo menos 100 metros de distancia, el grupo de vecinos seguía sus movimientos, ocultándose tras los árboles y esquinas, murmurando entre ellos a medida que se sumaban más chismosos.

Al llegar al parque Tomi no pudo contener la emoción, aunque se obligó a no llorar otra vez. ¿Qué pensaría Ulises de él? Vio que no era tan grande como había imaginado, pero era muy grande de todas formas. Ulises no podía salir de su excitación cuando vieron que frente a ellos el terreno sufría una gran inclinación que descendía hasta el lago. Los amigos se miraron con una sonrisa. Tomi retrocedió, Ulises se aferró con todo su cuerpo a un mechón de pelo y ya no había rodilla que los detuviera. Tomi tomó carrera y corrió con todas sus fuerzas cuesta abajo. Todo pasó muy rápido pero para Tomi fue a la vez muy lento ya que tuvo tiempo para observar todo y pensar muchas cosas. El estómago se le subió a la cabeza, percibía todos los colores, formas, y el lago se hacía cada vez más y más grande para él. Para Ulises no existió la gravedad durante todo el descenso, estaba casi seguro que si se soltaba del pelo de su amigo podía seguir volando por el aire durante mucho tiempo más. El sabor del vértigo se apoderó de ambos queriendo que cada vez vayan más rápido, más lejos, más abajo; más arriba. El lago estaba a tan solo unos pasos y Tomi sabía era imposible frenar a esa velocidad, así que hizo lo que todo niño hubiera hecho. Antes de llegar al lago Tomi saltó con todas sus fuerzas en dirección al agua. Todo sucedió muy lento ésta vez para ambos, frenando la velocidad que traían, pero manteniendo la misma adrenalina, se zambulleron en el lago provocando que medio parque se empape con el agua que salpicaron. Tomi se sintió el niño más feliz del mundo, no recordaba que alguna vez le dolieran los cachetes de tanto sonreír. Ulises, por el contrario, nunca había tenido tanto miedo en su vida, sus brazos se desprendieron del mechón de pelo de Tomi y comenzó a dar vueltas y tumbos dentro del agua. Todas las imágenes se le mezclaron, no veía ni oía nada claro y se había olvidado de tomar una buena bocanada de aire. Contenía la respiración deseando que su mamá estuviera allí buscándole. Cuando por fin se calmó la turbación sintió cómo ascendía a la superficie. Al asomarse fuera del agua respiró muy profundo, con miedo, respiró tan fuerte que le agarró hipo. Trataba de calmar sus latidos, pero le era muy difícil. Buscó a Tomi por la superficie del agua, pero no lo encontró. Tomi seguía sumergido en la profundidad del lago, ascendiendo muy lentamente, disfrutaba tanto ese momento que deseaba poder respirar bajo el agua para poder quedarse allí de por vida. Ulises pudo por fin dominarse y empezó a llamar a Tomi, pero nadie respondía. Luchando con su hipo y tratando de quedarse a flote siguió gritando el nombre de su amigo hasta que por fin, justo bajo Ulises, Tomi emergió a toda velocidad levantando a Ulises por el aire, para luego volver a caer sobre la panza de su amigo. No lo recordaba tan grande como ahora que lo veía acostado. Tomi no se había percatado de Ulises hasta que éste se acercó a su rostro y le pidió que nadara hasta la orilla. Ulises sintió que estaba a bordo de una isla que se acercaba al continente y él era el capitán. No paraba de pensar en todo lo que podrían hacer juntos ahora que eran amigos. Por su parte Tomi no quería pensar, solo quería mantener esa felicidad para el resto de su vida. Se preguntaba si podría vivir en el parque, o si quizás hiciera demasiado frío de noche.

Al llegar a la orilla, Tomi se sentó y colocó a Ulises en la palma de su mano para acercarlo a sí. “¡Estuvo increíble! ¿Vos venís siempre acá?”. “No… vine una sola vez con mi hermano, pero me olvidó y casi me come un pato… desde ese día mi mamá no me dejó volver ni solo ni con él… Y ella no tiene tiempo, trabaja mucho” - contestó Ulises. “A mí me gustaría volver con mi hermanito… aunque no creo que me dejen traerlo, ni siquiera sé si me dejarán volver a casa”.

De golpe, una inmensa red cae sobre ambos y son arrastrados a una camioneta. Tomi se aferra a Ulises. Dos hombres sin rostro tiraban de la red. “¡Cómo pesa el bastardo!” - decía uno. “Ahora no vas a asustar a nadie más…” - decía el otro. Tomi luchaba ferozmente por zafarse de la red mientras los hombres sin rostro se esforzaban para entrarlos en la camioneta. No demasiado lejos el murmullo chismoso aumentó y se confundía con las groserías que decían los hombres mientras trataban de colocarlos dentro. Ulises logra escapar por las hendiduras de la red pero es atrapado por uno de los hombres sin rostro. Al verlo, Tomi enfurecido se pone de pie empujando al otro hombre. El que sostenía vilmente a Ulises en sus manos lo deja caer al suelo junto con su propia mandíbula al ver a Tomi acercársele. Ulises corre hacia Tomi. Los hombres sin rostro se les acercan sigilosamente pero Tomi consigue sacarse la red. Ambos se frenan y el murmullo se mezcló con alaridos de miedo y horror.

Al voltearse a estos gritos, Ulises y Tomi vieron una multitud de gente que los espiaba con espanto. Entre la multitud pudieron distinguir a vecinos, maestros, compañeros y también, a sus propios padres y hermanos. Allí, inmóviles, casi confundibles entre el resto que no se acercaban y los miraban con pavor. Allí, cómo si no los conocieran.

Tomi subió a Ulises a su hombro, escucharon rugir a la camioneta y casi no la llegaron a ver cómo escapaba a toda velocidad.

 Estaba cayendo ya el sol cuando Ulises y Tomi se miraron entendiendo lo que debían hacer. Miraron por última vez a esos ojos que los conocían y dieron media vuelta. Aquellos hicieron lo mismo logrando así que sus miradas nunca se volvieran a cruzar. Ulises y Tomi casi no sintieron pena mientras caminaban por el mundo, ahora su nueva casa.

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