30 May
30May

La cuadra Prohibida


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Un día me dijeron que me tenía que mudar. Estaban los dos frente a mí, pero no recuerdo cuál de los dos lo dijo. Daba igual. Yo vivía en una ciudad tan bonita… con parques y juegos. Nos tuvimos que ir más lejos, más feo. Un poco más oscuro me parece.

Estaba muy enojado.

Llegamos de noche. Mi habitación era hedionda. La casa horrible. Abro mi ventana y lo único veo son los faroles de mi vereda, los cuales vagamente llegaban a iluminar la de enfrente. En aquel infinito de oscuridad degradé solamente se distinguía algo similar a un muro viejo de ladrillos. Esforcé la vista intentando apreciar algo más en esa oscuridad, pero de golpe vino mi madre, me agarró del brazo y cerró la ventana. Me dijo que tenía prohibido mirar lo que había enfrente y que nunca me acercara; que era terriblemente peligroso. Le di un beso y se fue creyendo en mi palabra.

Entreví cuidadosamente por la ventana, era curioso porque ahora parecía estar muy concurrida la cuadra de enfrente. Varias siluetas entraban y salían de aquella cortina de sombra.

A la mañana, yendo al colegio, vi de reojo la muralla. Parecía un mastodóntico galpón que no se terminaba, pero el sacudón de mi madre me trajo de vuelta enseguida. No entendía por qué estaba tan prohibida aquella fábrica. Luego noté que no tenía ningún tipo de farol. ¿Cómo veía la gente se acercaba de noche? ¿A qué iban?

Hablar de mi nueva escuela y barrio sería una pérdida de tiempo.

Yo tenía que descubrir qué pasaba en la cuadra de enfrente. Pero nadie hablaba de eso, ni siquiera le dirigían la mirada. Todos hacían de cuenta que no existía, como si no estuviera ahí tamaño edificio. De día nadie pisaba esa vereda. Por lo menos durante el día.

Tuve que hablar con mis compañeros para enterarme que ellos sabían menos que yo. Algunos ni siquiera la habían visto o escuchado nombrar. Y yo desde el primer día la tuve enfrente. Era un gran misterio. Pero estaba seguro que yo lo desentramaría. De todos modos, no había mucho más que se pudiera hacer por ahí.

Salí a comprar sin perder de vista la fábrica. Al llegar a la esquina del almacén me encontré con la sorpresa de que la cuadra prohibida doblaba su muralla infinitamente por la otra cara de la manzana. Al salir del almacén me vi en la esquina con los dos costados del muro alejándose, uno hacia mi casa, el otro hacia lo desconocido. Mis compañeros me estarían esperando más tarde en la laguna del parque industrial, para eso debía volver pronto a mi casa. Pero, bolsas en mano, me dirigí hacia al infinito de ladrillos. Quería ver hasta dónde llegaba, si había alguna entrada, algún cartel, algún farol.

Seguí siempre por la vereda frente a la prohibida. Pero las cuadras terminaban y el paredón seguía; sin puertas. Luego de andar un rato encontré al fin la esquina de la muralla. Doblé una vez más rodeando la fábrica. Unas cuadras más la fábrica vuelve doblar, pero no hay nada más que ladrillos. Entonces vi una insignificante ventana muy en lo alto, rozando el techo de chapa. Recorrí las cuadras de la última cara que me faltaba ver, pero no había más que en el resto.

Ya empezaba a oscurecer cuando llegaba a casa desde el lado contrario al que me había ido. En la puerta veo a mi madre, muy alterada. Me mira, sale y me abraza. Luego me arrastró adentro.

No volví al colegio hasta que se me fue el moretón de la cara. A partir de ese día aprendí a ser mucho más discreto en mis averiguaciones.

Leía mucho en mis ratos libres, que eran casi todos, y entre los libros que seguro eran de mi padre había uno llamado “El nombre de la rosa”. En él, Guillermo de Baskerville hizo un mapa de una biblioteca con solo verla por fuera. Usando esa misma lógica creía poder descifrar todo lo que quisiera de aquella fábrica observándola desde mi ventana, a través de la poca distancia que el candado dejaba abrir sus puertas. Solo había que saber mirar…

Por varias horas solamente pude ver la oscuridad del infinito que se cerraba justo antes del muro. Quería que mi vista se acostumbrara a la falta de luz, pero no sirvió de mucho. Solo logré ver a las siluetas que se adentraban durante algunos pasos más. Volvía a perderlos en la oscuridad y el misterio seguía allí. Noté que la gente que se acercaba lo hacía despacio, con la cabeza gacha. Sin embargo, cuando salían de allí lo hacían rápido, bruscamente. A parte de eso, no había nada nuevo en ese panorama. Me hundí en mi almohada pensando. Algo malo hacían allí.

Pero, ¿cómo hacían para entrar? La única ranura en el muro ladrillado era esa pequeña ventana por la que ningún adulto pasaba. Conseguiría una linterna y lo averiguaría. Yo sí cabía.

Desperté con imágenes muy raras de algo que soñé, unas sombras que envolvían… me rodeaban y se acercaban lentamente, como si yo fuera el muro. Estiraban sus manos…

Busqué en casa, pero no encontré ninguna linterna. Tuve que comprar una a escondidas.

Mientras contaba los minutos para que anocheciera me acordé de mi padre. No lo volví a ver desde que nos mudamos, ni tampoco supe más de él. Mi madre no me lo volvió a mencionar. Nunca nos llevamos muy bien, pero sentía que lo extrañaba.

Era de noche. Ya nada se veía de la fábrica abandonada. Las siluetas comenzaban tímidas a aproximársele. Saqué de mi mochila la pequeña linterna que el dinero del almuerzo me permitió comprar. La probé primero en mi cuarto y a pesar de su tamaño era bastante potente, confiaba que llegaría al muro.

El candado de la ventana dejaba un espacio donde apenas entraba mi linterna. Me alegré de que no fuera más grande; sino, habría pasado hambre para nada. Coloqué mi cabeza por encima de la linterna. La sostenía muy fuerte… pero temía apretar el botón. Mi dedo se apoyaba allí pero no hundía. Lo presionaba y sabía que se hundiría, pero la fuerza iba increíblemente lenta de mi dedo al botón. Nunca me latió tan fuerte el corazón, golpeaba mi pecho. Al llegar a la mitad me arrepentí… pero hundió.

El rayo de luz iluminó todo como un relámpago: las siluetas se dieron vuelta aterradas, gritaron, corrieron, se tapaban las caras y se escondieron en la oscuridad más cercana como cucarachas. Dejé caer la linterna, me tiré en la cama y me tapé completamente con la frazada. Fue todo tan fugaz, como un verdadero destello. Sus caras vinieron a mí como flashes. Me habían clavado sus ojos antes de huirse en la oscuridad y sentía que venían por mí. Si antes me latía el corazón, ahora me estaba por salir del pecho. En la sábana pude sentir mis lágrimas, no había notado que lloraba… o que temblaba. Sentí un fuerte portazo abajo, en la entrada. Estaban entrando a mi casa y venían por mí. Rápidamente agarré la linterna, la apagué y la abracé fuertemente contra mi pecho temblando boca abajo. Sentía pasos subir la escalera. Me animé a sacar la cabeza pero me quedé paralizado del miedo. Los escuchaba acercarse a mi puerta y entonces la perilla comenzó a girar. Entrecerré los ojos lo suficiente para poder ver pareciendo dormido. La puerta se abría despacio y yo trataba de no pestañar. Era mi madre. Me miró desde la puerta, cerró y se fue lentamente. Mi mamá había entrado a mi casa luego del relámpago de la linterna. Ella era una de las siluetas que se acercaban de noche al muro. Nunca sentí tanto miedo, tantas dudas. Temblaba y lloraba silenciosamente escuchando mi corazón latir. Si cerraba los ojos veía esas sombras desencajadas acercándose y los tenía que volver a abrir. Me miraban con caras de terror, deformadas.

En algún momento me habré dormido porque mi mamá me despertó para ir al colegio, pero sentí no haber dormido en absoluto. El tiempo transcurrió entre mis pensamientos y fabulaciones.

En el desayuno no nos dijimos nada. Ni siquiera nos miramos. Creo que ella estaba tan aterrada como yo.

El miedo me duró varios días. No me atrevía a mirar por la ventana. Sin embargo, escuchaba los pasos en la calle. Y si me quedaba despierto toda la noche, y me concentraba, escuchaba la puerta de mi casa abrirse muy despacito. Me dolía escucharlo. No sé por qué, pero me sentía traicionado.

Tenía que saber qué pasaba allí dentro. Pero no lo lograría apuntando con mi linterna y mirando por los escasos centímetros de mi ventana, yo no era Guillermo de Baskerville. Tendría que bajar y verlo por mí mismo. Tenía que saber qué hacían esas personas y mi madre en ese mundo.

Lo estuve planeando detenidamente. Sabía que ella saldría en algún momento y volvería varias horas después. Tenía tiempo suficiente de salir y volver sin que se enterara. No sabía cómo ellos entraban, pero yo sí cabía en esa ventana y si los ladrillos sobresalían tanto como yo pensaba podría escalarlos y meterme. Llevaría mi linterna.

La noche que tenía decidido hacerlo me pareció que el beso y abrazo de las buenas noches habían sido muy intensos, como si supiera qué iba a hacer. O quizás fui yo quien la abrazó más fuerte que de costumbre. Había tomado la precaución de comprar más pilas por si las necesitaba.

La espera se hizo eterna en el silencio absoluto hasta por fin escuchar la puerta de mi casa. Fue tan leve que por un momento pensé que lo había imaginado.

Bajé lentamente las escaleras con mi linterna en mano. Antes de salir me acerqué a la habitación de mi madre, miré por el ojo de la cerradura y vi la cama completamente revuelta, como si alguien hubiera estado luchando allí. Pero ella no estaba dentro. Había cruzado.

Salí de mi casa como un bandido. Caminaba rápidamente por la vereda mirando de reojo a las siluetas entrar y salir de la oscuridad de enfrente. Entraban dudosos y salían rápidamente, siempre. Temía encontrarme con mi madre. Planeaba rodear la fábrica como lo había hecho la última vez, desde la vereda iluminada. Días atrás, dejé una marca con tiza a la altura de aquella ventana. De esta manera, no tendría que buscarla en la oscuridad, solo avanzar en línea recta. La calle se sentía tan rara, tan fría. Estaba muy asustado. Tenía la sensación de que me robarían, o lastimarían… tenía que ser valiente. La gente acechaba incesantemente el muro. Estaba tan metido en mis pensamientos, tan apresurado y concentrado que no lo vi venir y choqué una sombra. Caí al piso y rápidamente lo miré, con mi mano tanteaba la linterna. Era un hombre mayor de saco largo oscuro y sombrero. Me observó primero con temor, pero luego soltó una pequeña sonrisa y rápidamente se hundió en la oscuridad junto al resto. Seguí mi camino rodeando la vereda pensando en ese señor y su asquerosa sonrisa. Pero esta vez estaba más atento, y curiosamente caminaba más rápido aún. No podía distraerme ni volver a caer. La gente iba y venía sin mirarme, sin mirarse.

Al llegar a la marca de tiza me quedé varios minutos contemplando aquella oscuridad. Las siluetas entraban y salían y por momentos me parecía ver sombras dentro de la oscuridad moviéndose. Era como mirar las nubes y buscarles una forma, o mirar esas manchas que te dan los psicólogos, pero más siniestro. O quizás era mi imaginación y eso era solo oscuridad y nada más. Por primera vez pensé en que no vería absolutamente nada al sumergirme en la sombra, en ese infinito de oscuridad. Tendría que caminar recto y confiar en escalar a la ventana a tientas. No podía prender la linterna allí porque sabía que harían un espamento igual o peor que el de la última vez, y yo necesitaba pasar desapercibido. Por lo menos hasta entrar. No podía arriesgarme a que mi madre se enterara que yo estaba allí. Me imaginaba entrando en la oscuridad absoluta rodeado de aquellas personas y temblaba de miedo.

Pero ya estaba ahí, y si alguna vez creí sentir mi corazón salirse de mi pecho… no sabía de lo que estaba hablando.

Es raro cruzar la calle con la mirada fija, sin pensar en autos o peligros, solo la mirada fija en mi meta que era esa sombra que custodiaba el muro. Traté de no despegar la vista de un punto y avanzar mientras apretaba fuertemente mi linterna. En ese momento deseaba tener algún amigo para que estuviera conmigo allí. Pero estaba solo.

Casi sin darme cuenta dejé de ver todo alrededor. Sentía una extraña calma, aunque oía mi corazón latir. Estiré la mano en la oscuridad mientras avanzaba cada vez más lento hasta sentir el áspero ladrillo. Al principio me asusté, pero al reconocer que era el muro me contuve. Era como esperaba, sobresalía lo suficiente. En ese momento me di cuenta que me temblaban las manos, y casi todo el cuerpo. Puse mi linterna en el bolsillo y traté de controlarme porque así no podría subir. Respiré profundo y empecé. Sentía gente cerca que caminaba, pero no se acercaban adonde yo estaba. Oía algunos murmullos, pero no podía identificar lo que decían. Quizás era mejor concentrar mi atención en trepar, sería muy peligroso caer y no podía fallar.

Me dolían mucho los dedos, pero seguía subiendo. En ese momento pensaba en cómo haría para bajar o salir si del otro lado no había ladrillo como en el exterior.

No me importó y seguí.

Llegué al hueco de lo que sería la ventana. Tuve que usar todas mis fuerzas para subirme a la abertura. No tenía mucho tiempo, pero no podía evitar detenerme en cada movimiento a pensar si seguiría o no. Pero ya estaba ahí.

Apoyé mi mano en la ventana y me sorprendió que estuviera tibia… en una noche tan fresca. El vidrio transpiraba, casi tanto como yo. Por un momento pensé que era mi mano la que sudaba, pero comprobé que era en todo el vidrio. Tuve que hacer mucha fuerza para abrirla. Más que en las de los colectivos, esta parecía que no haberse abierto en mucho tiempo. Hacía un chirrido profundo, así que la abría lo más despacio que podía para no delatarme; cada sonido era más fuerte con tanto silencio. Una vez abierta comprobé que el calor venía desde dentro, aire caliente y hediondo venía desde el interior. En ese momento pensé en que tenía tiempo suficiente como para bajarme, volver, meterme en la cama y hacer de cuenta que nunca estuve allí. Nadie se enteraría. Casi no creía que estaba allí, pero estaba. Tomé aire del lado de afuera, apoyé mis manos en el marco y me metí.

El calor llegaba y se iba, como si fueran olas. Estuve un rato colgado tanteando con los pies, pero no había dónde apoyarse en la pared, no sobresalían los ladrillos… Me puse muy nervioso cuando me empezaron a flaquear los brazos. Seguí tanteando desesperado, aguantando la respiración. No podía tirarme desde ahí al piso, me quebraría una pierna, eran muchos metros. Empecé a patear la pared buscando dónde apoyarme. No podía aguantar más la respiración, la cabeza me dolía, me temblaban los brazos. No me quedaba fuerza ni para volverme a subir, me arrepentí de todo, me quería ir a mi casa de nuevo, en mi cama tapado, los pulmones me apretaban el pecho. Me hice de fuerzas e impulsé para volver, ya no aguantaba más la respiración. Me sostuve con todas mis energías sobre mi brazo izquierdo y estiré el derecho, ¡pero la ventana estaba cerrada! No soporté más, tuve que soltar el aire. No quería volver a inhalar. Jalé para abrirla, ¡pero no abría! Estaba más dura que antes y yo con menos fuerza y una sola mano libre, necesitaba respirar. Me apoyé con mis dos manos en la manija para tirar, me dolía mucho el pecho y la cabeza, me sudaban las manos. Hice toda la fuerza que podía tirando de la manija… tiré y tiré de aquella puta manija mientras pateaba la pared desesperado pero mis manos estaban empapadas y me resbalé… caí… y sentí todo suceder muy lento.

El golpe fue fuerte, pero la caída corta. Algo de luz se veía por la ventana, algún reflejo y no era tan lejos. No había llegado bajado tanto. No pude más y tomé de ese aire putrefacto… lo sentí penetrarme los pulmones. Se escuchaba un murmullo creciente, iba y venía con las olas de calor. Por un momento pensé que iba a morir asfixiado por el olor. Pero logré pararme, el piso no era muy firme. No se veía absolutamente nada, pero quería guardarme la linterna para cuando la necesitara. Posiblemente al prenderla llegaría el final del recorrido y no había que apresurarlo. Caminé muy lentamente sin rumbo escuchando voces que iban y venían, casi todas a la vez, junto al calor. Respiraba solo lo necesario, nunca me había percatado de respirar.

A veces golpeaba escombros. Otras, encontraba zapatos.

En un momento llegué a una baranda y rodeándola llegué a una escalera. Si esa gente que entraba estaba allí, sería abajo.

A medida que bajaba, el calor aumentaba poco a poco y el olor era cada vez más pútrido y espeso. Aunque se parecía más a sudor que a algo podrido. Agarré fuertemente mi linterna al sentir el último escalón.

La oscuridad no es solamente oscuridad, uno ve o imagina formas, líneas en la inmensidad negra. Ahora lo comprobaba. Aferrado al extremo de la baranda, quieto, alerta, escuchaba cada vez más claro aquel murmullo voraz, eran voces superpuestas. Gritos, risas, quejidos, gente corriendo, gemidos, llantos, cuerpos chocándose, de un lado, del otro, a lo lejos, a veces cerca... Sentía un retumbar contra el piso constante, seguido de alaridos y algo que parecía ser algún fluido siendo pisoteado. Empecé a caminar apoyado en la pared. Aún los sentía relativamente lejos. Respiraba despacio, pero latía violento. Sentía, olía y oía cosas asquerosas, pero no podía ver absolutamente nada. Me encontraba con prendas de ropa y zapatos que pateaba. Seguía moviéndome sigilosamente hasta que me topé con algo enorme. Me quedé quieto, paralizado… hasta que ese algo me agarró del brazo. Empecé a gritar y luchar con todas mis fuerzas, ¡pero no me dejaba! Lo pateé, pateé y mordí hasta que me soltó con un aullido y salí corriendo al medio de la nada. Seguía corriendo y sentía como una violenta oleada de calor venía hacia mí. No había nada que podía hacer así que seguí corriendo, ya no había paredes. Los escuchaba más y más cerca hasta que empecé a rozarlos. Cada vez me apretaban y empujaban más. Me abrí camino entre cuerpos que me tocaban, arañaban, mordían, lamían, gritaban, me agarraban del pelo, la ropa, me escupían. Empujé y pateé hasta llegar a un hueco dónde no había nadie. Los escuchaba, feroces todo alrededor, pero ya no me tocaban. Giraba en 360 grados apuntando con mi linterna apagada. Esas voces se quebraban, aullaban, escuchaba cómo se desgarraban y gemían. ¡Reían! Yo quería gritarles ¡Pero no podía! Mi voz no salía y un olor a sangre, vómito y pescado podrido entró en mis pulmones y empecé a toser. Tosía y apuntaba con mi linterna girando sobre mi eje. Tosía más y más y no podía respirar, estaba por vomitar, su calor se acercaba, sentí una fuerte presión en la cabeza y el pecho hasta que no pude girar más y me caí sobre la linterna que se prendió y la apagué rápidamente contra mi pecho.

Solo iluminó por una milésima de segundo, pero bastó para que ese flash quede grabado en mi retina. En solo un instante vi cuerpos sangrando, mutilados, gente comiendo gente, penetrándose violentamente, golpeándose y arrebatándose cuánto tenían, eran miles. Todo lo interrumpieron para taparse los ojos por el destello en un aullido desgarrador.

Por un momento no escuché nada. Todas las voces habían callado, también las oleadas de calor. Estaban quietos. Alertas. Me sentían ahí y yo a ellos.

Hice el mayor de los silencios rezando porque se quedaran donde estaban. Me encontraba empapado en orina temblando de frío. Juro que aguanté todo lo que pude. Tuve que respirar…

Una ola violenta de calor y aullidos se abalanzó sobre mí y solo atiné a salir corriendo apretando puños y dientes. Me derribaron contra el suelo y empezaron a golpearme, asfixiarme, arañarme y morderme. Yo gritaba y lloraba desesperadamente y más ellos se excitaban. Me pisaban, me aplastaban, peleaban salvajemente entre ellos por estar encima de mí. Estiré mi mano tanteando el suelo. Seguía moviendo mi mano trémula y lastimada hasta encontrar la linterna y con todas mis fuerzas la apunté y hundí el botón. Nuevamente todos se quedaron paralizados por una fracción de segundo donde pude ver sus caras desfiguradas gritando y ocultándose, excepto una. Encima de mí, mirándome fijamente con los ojos inyectados en sangre, estaba mi padre llorando. El vacío del silencio pareció eterno mientras miraba sus ojos suplicando horrorizado.

Papá… dije sin voz.

En menos de un segundo él rompió mi linterna y toda la oscuridad se abalanzó nuevamente hacia mí con sus garras y aullidos. Todo me salpicaba y cortaba hasta que logré escabullirme entre ellos, eran cientos y cientos de cuerpos pegados gritando y moviéndose vorazmente. El calor putrefacto no me dejaba respirar, pero yo seguía entremetiéndome entre ellos, a veces trepándolos. Ya no sabía qué parte de mí estaba mordida, golpeada o rasguñada y cuál no, era todo lo mismo en esa oscuridad. Seguí pasando cuerpos y cuerpos contra la corriente de aquel malón hasta sentir un fragmento de aire, de espacio. Logré salirme de ellos y corrí como pude, rengueando, agarrándome los ojos arañados. Corrí a más no poder sintiendo como aquellas voces y olores quedaban atrás. Corrí llorando de dolor hasta caerme del cansancio en el firmamento donde sentí la brisa fresca dándome en la cara y el pecho. El frío atravesó fuertemente mi cuerpo y cuando retiré las manos de los ojos, vi que estaba en la calle.

Jadeaba, sudaba y sangraba mirando frente a mí la muralla a penas iluminada de la cuadra de enfrente. Las figuras se alejaban apresuradamente y yo no entendía cómo había salido, pero sentí la necesidad de irme con la misma prisa. Miré alrededor y por las casas que vi debía estar en la vereda frente a la pequeña ventana, pero la marca de tiza ya no estaba.

Me levanté agarrándome el pecho, sentía punzadas. Tenía todo el cuerpo grasiento, lleno de mugre, sangre y costras. El frío penetraba en las heridas que por momentos ardían infernalmente y por otros se entumecían por completo. De la cara y pecho se resbalaban líquidos que se iban secando mientras yo caminaba rengo rodeando la fábrica ladrillada, oscura. Ninguna de aquellas figuras se acercaba.

Doblé la esquina y llegué a mi casa. En la puerta, me quedé unos instantes dudando si quería entrar. Apoyé la oreja y no sentí ningún ruido. Miré una vez más aquel paredón del cuál apenas se vislumbraban algunas líneas de ladrillo. Entre tantas figuras que salían una se quedó parada en el umbral de la oscuridad, mirándome. Entré a mi casa tratando de no manchar la alfombra con la sangre. Subí a mi habitación y me acosté. No quise ni mirarme al espejo. La frazada raspaba mis heridas y me dolía, pero tampoco quería dormir sin ella tapándome. Me temblaba todo el cuerpo y no lo podía controlar. No puedo describir aquel desamparo. Tenía su aliento en mi cara, en la nuca. Por alguna razón no quise prender la luz y me sentí mejor en la oscuridad.

Toda la noche estuve reviviendo las imágenes, sonidos y olores de aquel lugar. Volví a ver los ojos de mi padre mirándome y me dio asco. Pensaba y pensaba, pero no podía entender cómo entraban, cómo salían… cómo salí yo. Por qué iban a hacer todo eso.

En ningún momento puedo asegurar que me dormí, ni tampoco que desperté, pero mi madre entró con una taza de leche y se sentó en la cama. Me observaba, yo apenas podía mirarla de reojo mientras temblaba bajo la frazada. Me tocó la frente y sin decirme nada empezó a pasar gaza y alcohol por mis heridas. Me miraba con tristeza, y yo a ella con miedo y culpa. Luego me sonrió con dolor, me acarició la cara y me besó.

 Al salir dudó en apagar la luz. Yo la miré y le dije que podía apagar tranquila, que ya estaba grande.

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