23 Sep
23Sep

La lidia


 


El sol, fatídico pero intenso, seguía marcando su clara tendencia al ocaso mientras las embellecidas trompetas realzaban el vigor del público en la Plaza donde se estaba por lidiar el Tercio de la Muerte.

La ligera brisa paseaba la expectativa de un lado a otro y una densa gota de sudor se condensaba sobre la frente de Francisco. Inmejorablemente parado en medio de la arena, relucía su traje dorado que ya no era solamente suyo. Dentro cabían todos los grandes matadores de España, y Paquirri estaba allí por ellos. Casi como un tercer brazo sostenía solemne la muleta que ocultaba el estoque. Inflaba el pecho porque… mejor que sobre.

Esta era su oportunidad para consagrarse en Las Ventas. Por fuera Paquirri era de mármol. Tan estoico como una bella escultura que propinaba la admiración de los hombres y el suspiro de las mujeres. Por dentro, Francisco solo se concentraba en que sus piernas no lo dejaran mal parado frente a la bravura de Buenasuerte que, a esta altura, no le tendría piedad alguna.

El público aullaba tanto que la música quedaba en segundo plano, pero todo fue silencio absoluto en el momento en que el portón de madera crujió al abrirse dejando ver tras él nada más que un infinito de oscuridad. Francisco no dejaba de preguntarse de qué forma saldría su contrincante esta vez. Era en lo único que podía pensar. La primera vez había salido caminando, tranquilo, desorientado. Ese tercio fue el deslumbre de Paquirri. La gente lo amaba. No había nadie en todo Madrid que hiciera bailar así un toro. Pero fue en el Tercio de las Banderillas cuando el matador cayó en cuenta quién era su rival verdaderamente. Nunca se había visto fiera semejante embestir con tal furia puesta en un solo objetivo, que era el pecho de su propio matador. Los bandarilleros habían hecho lo suyo, los mozos también. Pero luego de cada avivamiento todos volvían la mirada a Francisco como preguntándole “¿Seguro de lo que haces?”. Ahora sabía Buenasuerte quién iba a ser su asesino, y Dios podría jurar que ese toro no iba a morirse sin mostrar todo el esplendor de su ferocidad.

En ese momento, Francisco estaba completamente solo junto a miles de personas que esperaban tanto de él.

Poco a poco las sombras iban abriendo paso, confundiéndose con la negrura de un pelaje que parecía arrastrar la oscuridad desde la profundidad hacia el mismo campo de batalla. Pronto esa sombra tuvo ojos, cuernos y respiraba hondamente. Esos ojos no miraban otro punto que no fuera el centro del corazón de Francisco. En cada inhalación parecía hincharse más y más. Las banderillas rojas y fucsias en su lomo daban la impresión de que saldrían despedidas en cualquier momento. Francisco no dejaba de mirar aquellos cuernos amenazantes y retorcidos mientras agitaba la muleta. En el silencio de la arena, Buenasuerte agachó ligeramente su cabeza al tiempo que daba pequeños pasos a la izquierda. Pasos que Paquirri debió corresponder para mantener el ángulo perfecto. Con cada desplazar se iban midiendo el uno al otro hasta que la Bestia frenó de golpe y arrastró su pesada diestra delantera hacia atrás. Francisco reafirmó la muleta asegurándose una vez más que su estoque siguiera en el mismo lugar. Las gradas crepitaban en silencio. Solo por un momento, ambos se miraron directamente a los ojos. Entonces, la lidia ya estaba barajada.

No fue solo Buenasuerte sino todo su linaje, sus ancestros y la enajenación esclava de tantos años atormentados los que acometieron salvajemente en una corrida que hizo temblar con cada paso la Plaza en la que el aire era contenido por todo el mundo. Los cuernos apuntaban directamente al pecho de Francisco, no a la muleta. Paquirri lo sabía. Por más que agitara la franela, la Bestia solo lo quería a él. Y entonces dejó de agitar y se dedicó a la espera. Aunque lo viera venir con el tiempo suficiente, su disciplina marcaba que tenía que esperar hasta el último segundo y así lo hizo. En el momento preciso en que estaba a punto de ser engullido por las astas de la Bestia, de un salto a la izquierda esquivó al toro dejándolo cabecear entre el aire y la muleta con esos cuernos desesperados por encontrar carne. Fueron varias evasiones seguidas, muy rápidas, siempre izquierda-derecha-izquierda-derecha apoyadas por los potentes ¡Olé! de la furiosa tribuna. Sin darse cuenta, Francisco empezó a retroceder con cada movimiento de esquive. La Bestia no mermaba sus fuerzas aun corneando a la nada. El matador ponía toda su concentración en mantener este esquema hasta el primer cansancio del toro, que era fundamental para imponerse sobre él. Cualquier insignificante alteración, ya sea al adelantarse o atrasarse, cualquier efímera distracción le daría la posibilidad a Buenasuerte de, al fin, ensartarlo. No había otro sonido que el de sus pezuñas contra el piso, su furiosa respiración y el agitar de la franela en el aire rozando los cuernos del toro.

Muy por lo lejos Francisco escuchó que le intentaban advertir algo. En un abrir y cerrar de ojos, al mirar por sobre su hombro, vio que estaba acorralándose hacia un costado sin burladeros, directamente al medio de la barrera, lejos de ayuda. En ese momento supo que no sería un toro fácil de lidiar.

Por suerte, en medio de los frenéticos movimientos de evasión, tuvo el tiempo suficiente para corregir su dirección y con ella su destino a ser aplastado contra las maderas. Fue justo cuando logró encarar el rumbo del combate a una salida cercana que Buenasuerte cesó de golpe, respirando agitadamente. Francisco se detuvo y tomó su propia inhalación de descanso. Las cartas estaban jugadas y ya no había tiempo de estrategias.

Todo lo que siguió, fueron 45 minutos de la más pasional y salvaje faena alguna vez vista en la Plaza de Toros.

Buenasuerte se abalanzaba con rabia sacudiendo las banderillas que lo atravesaban abriendo, cada vez y nuevamente, las heridas que chorreaban su propia sangre sobre su lomo. Francisco lo evadía con menos gracia cada vez. Ahora la Bestia era impredecible. Los aullidos de clamor se fundían con algunos silbidos y reclamos de estoques. Francisco había olvidado por un momento que debía atravesar los omóplatos del animal para terminar la contienda. Entonces empezó a esquivar buscando el momento indicado. Pero ya no había sesiones tan largas de evasión. Eran 3 o 4 seguidas y luego frenaba. Francisco pensó que la Bestia se estaría cansando. Pero luego se dio cuenta de que Buenasuerte sabía exactamente cuándo estaba desperdiciando energías, y solo se enfocaba en atacar si veía una oportunidad.

Entonces, se vivió una breve pausa y Paquirri la aprovechó para tragar saliva. Ésta era su oportunidad de consagrarse en la historia y no había toro que se lo fuese a impedir. Sacudió furioso la muleta y Buenasuerte embistió con toda su bravura. El público deliraba deleitándose con la gracia de Francisco. Esa demostración de hombría y valor en un porte exquisito, ocultaban el latir temeroso de su propio corazón. Y por un momento supo que ese mismo temor le tenía aquella Bestia desencajada que bramaba por la sangre del que sería su matador, sin dejar de derramar la propia. En la vorágine del combate y por tanto pensar, a Paquirri al fin le fallaron las piernas. Se desconcentró con gritos de la muchedumbre y cuando se decidió a sacar la muleta del alcance del toro fue tarde. Buenasuerte pisó la franela que luego atravesó con sus cuernos rasgándola y destrozándola en varias partes. Sus cuernos se habían atascado y Francisco luchaba con toda su destreza por desencajar la muleta cuando sintió el feroz raspar del pitón de la Bestia en su mano derecha. Fue un ardor profundo que no volvió a recordar hasta que todo terminó. Francisco volvió a acorralarse, ésta vez él solo contra la barrera. Los mozos y banderilleros salieron al trote mientras Buenasuerte trataba de librarse de la muleta. Francisco topó con la barrera y saltó en ella librándose al fin la muleta. Entonces la Bestia lo miró directo a los ojos y emprendió una corta pero feroz carrera hacia él. Paquirri lanzó la muleta hacia arriba y cuando Buenasuerte saltó para cornearla Francisco se arrojó nuevamente a la arena cayendo exactamente bajo el pecho de la Bestia, esperando con el estoque firme en su mano derecha. El resto es historia. Francisco atravesó completamente el pecho y corazón de Buenasuerte haciéndolo caer frente a sí. Quedaron cara a cara por tan solo un segundo antes que Paquirri soltara el estoque y se alejara del toro. La sangre le brotaba por el enorme hocico y cayó de bruces. Ambos sabían que a Buenasuerte le quedaban restos para ponerse de pie y embestir al fin a Francisco, ya sin muleta, ni estoque ni burladero. Pero el animal había admitido su derrota y Paquirri lo sabía. La Bestia se guardaba los bufidos del dolor y se dejó morir dignamente en aquel rincón de la arena.

La música reanudó con todas sus fuerzas estrepitando trompetas a todo pulmón. Las tribunas enloquecieron entre gritos y aplausos, adulaciones y rosas que caían sobre el aún confundido Francisco que no despegaba los ojos de su contrincante. Una parte de él esperaba que volviera a abrir los ojos, no sabía por qué. Y luego todo fue condecoraciones. Sin darse cuenta ya estaba montado en los hombros de su banderillero y saludando al público que casi destroza las tribunas de la Plaza en medio de la fiebre por el matador. Gritaban su nombre, gritaban su apodo. Pero en un arrebato de locura, Francisco señaló al toro y pidió por él un aplauso. La plaza calló repentinamente, pero para su sorpresa la respuesta no tardó en llegar y el público ahora ovacionaba y aplaudía en nombre de Buenasuerte, quien tendía muerto en el ruedo donde su propia sangre teñía esa arena que nunca antes había presenciado tamaña faena.

Los ojos de Francisco le dieron velo a su mejor rival por un breve momento para luego volver a brillar a través del traje de Paquirri, el extravagante de mirada soberbia que enamoraba a toda España. Y fue tan así que, al entrevistarlo tiempo después, las únicas palabras que le dedicó a Buenasuerte fueron:

“A dos puyas no hay toro bravo”.

Y se agarró la mano derecha, que aún quemaba.

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