26 Mar
26Mar

El desabrazador


 


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Siempre tuve miedo de pasarme. El problema es que es algo que se advierte una vez que ya te pasaste, cuando podés dar cuenta; lo podés afirmar, escribir, reflexionar, arrepentirte, podés tratarte a vos mismo de imbécil. Pero lo que definitivamente ya no podés hacer, es bajarte justo.


Hace algunos meses logré que me despidieran e indemnización en mano me dediqué de lleno a la escritura. Es sencillamente inútil pretender ser escritor mientras se trabaja de otra cosa. Un concertista de piano estudia al menos 8 horas al día. ¿Por qué un escritor sería menos? La diferencia entre un concertista de piano y yo es que él ya es y yo todavía no. Y a medida que siga comiéndome los ahorros empezaré a ser cada vez menos.

En el momento exacto en el que terminé mi libro de cuentos débiles, sufrí el exhalar de la vergüenza. Más allá de algunos pasajes elocuentes, no había nada atractivo en él. Eran historias que podías olvidar casi al mismo tiempo en que las leías, no sé si eso es algún tipo de mérito. Pero mis esperanzas y ahorros estaban puestos en su publicación, así que casi sin remedio me subí a un colectivo con los ejemplares en mano y que sea lo que Dios quiera. Me hubiera gustado relatar un seductor viaje en taxi, dejándome llevar por el paisaje de la ciudad pensando en publicar mi Opera Prima. Pero el hastío de la muchedumbre seguía acosándome.

Tuve la suerte de viajar en la ventanilla y por lo menos distraer un poco la amargura. Pero lo cierto es que mi única salvación era que este libro, mi primer libro, fuera un éxito. Y esa es demasiada presión, sobre todo uno como este que no tiene cómo defenderse. Pero ya no había vuelta atrás y así tenía que ser.

Si algo siempre me puso nervioso de los colectivos son las paradas. Es un avanzar de dos cuadras para frenarse lo que se tardaría en hacer otras dos. Es casi un chiste. Si se pudiera flotar y esperar a que la tierra gire quizá se viajaría más rápido. Esto pensaba odiando a todos y cada uno de los nuevos pasajeros mientras subían en fila india, ese intento argentino de pretender que somos civilizados y respetuosos. El dejar que suba primero la señora mayor, qué hipócrita todo. Se les ve de lejos la impaciencia contenida de empujarse salvajemente para lograr un asiento. Somos una hoguera esperando la primera brisa que nos sirva de excusa para incinerarnos hasta el carbón. Por alguna razón, en medio de ese discurrir, mis ojos se posaron en una chica castaña de abrigo rojo. Lo más lógico hubiera sido que lo hicieran sobre el chico alto de atrás, de barba. Pero no, se empecinaron en ella y cuando me miró (aún en la fila) sentí algo muy extraño que no pude distinguir de momento. Un breve pero intenso palpitar. Una vez arriba, y de nuevo en marcha el colectivo (al fin), ella se sentó en esos asientos que están al revés, por lo que la tenía de frente a mí. En el momento en que, incómoda, seguramente porque yo no le sacaba la vista de encima, me volvió a mirar: algo se encendió en mi cabeza. Fue una llama que hizo arder todo lo que alguna vez había pensado para dejarlo en cenizas y después soplarlo. Tuve que bajarme corriendo del colectivo como un ladrón al que agarran metiendo su mano en una cartera.

Entré lo más rápido que pude para no olvidarme absolutamente nada. Arrojé a un costado las copias de la porquería que pretendía publicar y prendí la computadora. El tiempo de encendido me pareció tan insoportable que empecé a tipear con la pantalla en negro solo para empezar a exteriorizarlo. Al momento que tuve frente a mí el documento en blanco tomé un breve respiro, me temblaba la cabeza y no sabía por dónde empezar. Luego no pude parar. Era algo tan excitante como horrendo, como cuando intentás a toda costa escribir lo que acabaste de soñar sintiendo cómo se te va borrando lo que viene después y te apurás para ganarle a esa sombra. Una sombra que avanza para llegar a obnubilar todo, y vos corrés mientras sentís que el puente se deshace en tus pies. La adrenalina se desporaba sola. Era una carrera contra mí mismo y estaba casi seguro de ganarla.

En una sola sentada de 17 horas escribí 10 cuentos, 107 páginas, uno más increíble y misterioso que el otro. Y tengo la certeza de que si pudiera haber escrito aún más rápido, seguramente tendría más del doble. Ese momento de contacto visual con la chica castaña fue un verdadero bullir de magníficas historias como nunca antes se me habían cruzado por la cabeza. Y todo esto sin contar las que perdí en el camino. Cada argumento se me venía a la cabeza como si fuera popper: una explosión maravillosa pero tan fugaz que tenías que grabártela en la retina antes de que se esfumara. Tengo la sensación de que me quedaron afuera por lo menos 25 historias más que ya no logro recordar. Pero estaba mutilado y esto era más que suficiente. Me tomé el tiempo necesario para corregir las desprolijidades obvias de haber escrito más rápido de lo que llegaba a pensar.

25 horas después de haberme sentado frente a la computadora tenía impreso un nuevo libro de cuentos. Algo infinitamente superior a la barrabasada que estuve a punto de llevar a la editorial.

No sentía nada más que el impulso incontrolable de dárselo a un editor. Así que solo me bañé y salí de nuevo. Esta vez con una calma muy extraña. Una calma cargada de ansia.


Lo que sucedió luego fue un momento de mi vida tan esperado que si pudiera lo enmarcaría.


Una semana después de dejar el borrador me llamó un editor desesperado para que fuera a firmar el contrato. En ese momento supe que ya no había vuelta atrás. No había en mí mayor deseo, hambre, que el de llegar al podio del reconocimiento internacional e histórico como escritor. No había límite para mí, ni moral alguna que pudiera detenerme en ese camino.

Las ventas tardaron en venir. Lo cual es comprensible, estábamos hablando de la obra de un autor desconocido. Y si bien el anhelo de que empezaran a moverse las fichas me carcomía, al mismo tiempo estaba completamente seguro de que lo harían. Y no solo de eso, sino de que se moverían como nunca antes se movieron las fichas de un escritor nuevo en el mercado. Tan seguro como estaba cuando dejé el borrador al editor, tan seguro como cuando puse el último de los puntos, de que sería un éxito. Y así fue.

Las tiradas editoriales se agotaban. Se vaciaban los estantes en las librerías. Estábamos viviendo un fenómeno sin antecedentes y era gracias a que estas historias no tenían precedente alguno. No había lugar alguno para la exageración, era un hecho.

En pocos meses logré pagar mis deudas para luego empezar a incrementar mi fortuna y la de la editorial como nunca habíamos sospechado. Devinieron viajes y entrevistas, galas. Me codeaba con los más respetados escritores contemporáneos con una falsa humildad que nadie creía, pero poco me interesaba porque en ese momento sabía que tenía en mí algo superior a todos ellos. Era solo cuestión de tiempo para que mi prestigio los superara. Ya tenía la muñeca cansada de firmar libros. Supe servirme de todo amante que me admiraba y sacarle provecho en venganza de tanta soledad acumulada.

En algún cocktail de beneficencia de no recuerdo bien qué, uno de los editores me soltó grandes halagos aburridos. Pero de pronto espetó una pregunta que desató mis temores:

“¿Y ahora qué sigue?”.

Sus palabras lograron descolocarme como hacía tiempo que no lo sentía. Me excusé y volví a mi casa algo aturdido. No me había percatado que estaba latente el fantasma del escritor de un solo éxito. Ese que termina fracasando en el tiempo sin ser recordado. Mi carrera no podía terminar así.

Sin perder el tiempo me puse a escribir. La fortuna que aún estaban generando mis ventas me daba el aire suficiente para dedicarme tranquilamente a un próximo libro. Pero sabía que no perdurarían en el tiempo y que necesitaba reafirmar mi genio con otro libro de igual altura o, por qué no, superior.


Semanas enteras estuve desechando historias tan precarias como las primeras que escribí. Esas las conservaba como recordatorio de la decadencia en mi escritorio. Al principio me lo tomé con calma, pensando que en algún momento llegaría esa musa necesaria que me abriría nuevos caminos. Pero no sucedía. Las ventas empezaron a decrecer y ya acumulaba varios mails sin responder consultando por mi nuevo trabajo. Había cometido la imprudencia de revelar que estaba escribiendo otro libro, libro que ya se había vuelto muy esperado. Lo que nadie sabía era que el primero en esperarlo desesperadamente era yo.

Habré desperdiciado mi tiempo al menos con sesenta historias que no servían para nada. Tenía una vara muy alta que superar y era notable para mí a esta altura que en realidad no soy más que un fiasco de autor sin talento que tuvo un golpe de suerte.

Dejé de atender el teléfono en días que me pasaba en la cama absolutamente hundido en la depresión. Levantarme a escribir no tenía ningún sentido, si alguna idea buena tenía que venir prefería esperarla en la cama. Ya no estaba generando ingresos, me los estaba bebiendo.

Tenía la absoluta certeza que esa chica castaña era la respuesta a todo. Debía encontrarla y extirpar de ella todas las historias que pudiera. Pero era imposible. ¿Encontrar a un desconocido en esta ciudad? De todas formas, no tenía más alternativas.

Me propuse tomar exactamente el mismo colectivo que aquella vez, a la misma hora. Si ella estaba yendo a trabajar o volvía a su casa tenía que tener una rutina con la que pudiera dar.

Cuando llegó el día y la hora salí con un cuaderno en mi bolso. Esta vez no me agarraría por sorpresa. Fui a su encuentro buscándola en todas esas odiosas paradas. En el momento en que llegamos al lugar preciso en el que ella había subido aquella vez, solo encontré al flaco de barba. Ella no estaba. Lo tomé de vuelta y de ida de nuevo varias veces más, todas en vano. Ella no aparecía. Me bajé para recorrer las cuadras linderas a su parada, pero tampoco la pude hallar.

Durante un mes entero me tomé ese colectivo en el mismo horario. El mes siguiente decidí hacerlo en horarios al azar. Pero nada funcionó. Reconocía a prácticamente todos los pasajeros y conductores, hasta los que acudían en mis viajes aleatorios. Pero la castaña de rojo no estaba nunca en ningún viaje. Un día tuve que atender al ya preocupado editor. Las noticias no iban a ser buenas, eso lo sabía. Se estaba dejando de vender mi libro. Había quiénes esperaban aún el próximo, pero era un entusiasmo que no podría perdurar por mucho más. Pensé en llevar la bazofia que tenía en mi escritorio para ganar tiempo. Pero eso podía llegar a sepultarme de manera tal que no podría volver a sacar la cabeza. Aunque lo que peor me hacía sentir era ser el único en el mundo que sabía que era una farsa.

Todo parece conspirar contra uno cuando se está en crisis, porque no podía ni siquiera consolarme con amante alguno. A nadie parecía ya interesarle. Una noche de intentos de sexo casual fallidos, salí a caminar apenas pudiendo mantenerme en pie de tanto alcohol. En algún momento se hizo de día y la metrópolis volvió a llenarse de tanta e innecesaria gente. Esperé para cruzar y del otro lado de la calle vi pasar a una madre con un niño que me miraba. Algo en mí se estabilizó de golpe y sentí esa misma extrañeza. Al mirarlo directamente a los ojos tuve la misma sensación que aquella vez con la chica castaña. Era algo que me atraía sin razón, y a la vez era como el principio de una idea, como cuando tenés una palabra en la punta de la lengua que no te sale pero que indudablemente está ahí. Entonces decidí ir tras él. No entendía qué conexión había entre la chica y ese niño, pero tampoco entendí qué había sucedido con ella en primer lugar. Solo necesitaba que me vuelva a mirar, como pasó con la chica. Necesitaba esa chispa de historias que sabía que solo podía sacar de él. Ellos caminaban delante de mí, por lo que yo los perseguía. ¡Así no podría mirarme! La vereda empezó a poblarse de los malditos yuppies que se entrometían y no los lograba ver. Entonces me apresuré, pero ella caminaba más rápido. Cuando estuve lo suficientemente cerca le chisté, pero no se dieron vuelta. Seguía casi corriendo tras ellos. Volví a chistar pero nada, entonces les grité. La madre se dio vuelta y junto con ella los ojos del niño. Ella me hablaba, pero yo no la escuchaba. Solo me dediqué a mirarlo atentamente a los ojos esperando ese bullir de historias. Pero no sucedió. La madre se dio vuelta asustada apurando el paso y yo les volví a gritar. La gente estorbaba cada vez más y empecé a llevarme puesto a todo aquel que se me cruzaba. Les volví a gritar, y empezaron a correr. Entonces salí tras ellos a toda velocidad gritándoles que se detengan. Empujaba a la calle a todo aquel que se interpusiera, abriéndome camino. Cuando los estaba por alcanzar estiro mi brazo sobre el niño y en el solo rozar de su cabello sucedió. Fue una llamarada horrenda que me sacudió y me encontré gritando de dolor en plena peatonal. Estaba todavía sensibilizado pero las historias empezaron a brotar de a decenas. Todo el mundo estaba detenido mirándome con miedo. En un alzar la mirada veo a la madre hablando con un policía y salgo corriendo. Huyo procurando retener las historias tan maravillosas que se me estaban olvidando. Intentaba acordarme de las que surgían nuevas pero se me olvidaban lo mismo. No tenía el maldito cuaderno. Un fuerte dolor me penetraba la cabeza. Miré a todas las direcciones y encontré un cyber. Corrí hacia él intentando cargar más historias que las que mi cabeza podía sostener. Me senté sin hablar con nadie y entonces empecé. Era una especie de orgasmo que nunca llegaba y que parecía volver a estimularse con cada latir en mi cabeza. Debí haber perdido al menos unas cincuenta historias en el camino. Pero para las seis de la tarde tenía escritos cinco maravillosos cuentos. Infinitamente mejores, arriesgados, novedosos. Experimentales en estructura y con una trama insuperablemente atrapante. Eran sencillamente perfectos. Pero eran tan solo 5, la mitad que la vez anterior. No alcanzaban para un libro. Por más que mi editor me estimara tanto, no había forma que decidieran editar solo cinco cuentos. No sabía qué hacer. El empleado se me acercó para avisarme que estaban por cerrar. Envié primero los cuentos a mi mail y luego a mi editor diciéndole que era una muestra y pidiéndole un adelanto de dinero. Poco me quedaba de la fortuna que había amasado con aquel libro y con los tiempos de la imprenta y venta posiblemente no me terminaría quedando nada en los próximos días. El empleado pretende cobrarme una suma de dinero que no tenía. Había gastado hasta el último peso en ron. Me paro como pude. Caí en cuenta que tenía una resaca nunca curada y que pasaron veinticuatro horas desde que salí de mi casa. Hago el ademán de buscar en la billetera, en los bolsillos demorando la acción. En un momento se para una chica para pagar y cuando el empleado voltea a verla salgo en fuga con el corazón en las manos. A lo lejos escuchaba sus gritos y puteadas. Poco me importaba todo eso ya. Lo más lamentable fue caminar desde el centro a Villa del Parque por no tener un mísero peso encima. Al intentar abrir la puerta de mi casa me llama mi editor absolutamente desbordado. No podía casi hablar de lo conmovido que lo habían dejado mis relatos. Entonces con esa sonrisa me fui a acostar durante al menos dos días. La cabeza poco a poco dejó de doler, pero era preocupante. La primera vez no había tenido ningún tipo de consecuencia y éste era un dolor muy extraño.


Lo importante era que había ganado una batalla enorme, la del tiempo y el adelanto. Pero por sobre todas las cosas había retomado el rumbo. Lo absolutamente inquietante en todo esto era que el suceso con el niño explicaba que entonces no fue la chica la que me abrió ese mundo de historias fantásticas y perfectas. Era otra cosa, algo que no podía identificar. Algo que parecía dictármelas directamente al centro de mi cerebro más rápido de lo que yo podía escribirlas. ¿Qué sería todo eso?

Ahora tenía que terminar el libro. Estaba vez no iba a perder el tiempo. Sabía que los cuentos no saldrían de mí mismo sentado en aquella computadora. Lo que no sabía era entonces cómo vendrían. Evidentemente devenían de un contacto azaroso que no podía explicar, pero que sabía que encontraría ahí afuera.

Una vez recuperadas mis energías, salí a la calle con el cuaderno en el bolso.

Pasé varios días caminando sin rumbo. A toda hora, por cualquier lugar. Siempre mirando fijamente a los ojos a todo aquel que se me cruzara. Era un trabajo absolutamente desgastante. Pero por sobre todas las cosas, era humillante. Parecía un demente, una especie de Penélope nómade. Era patético.

En la tercera semana esperaba en un banco en Plaza Francia cuando siento que me tocan el hombro. El corazón me pateó el pecho de golpe y al darme vuelta veo a mi editor. Un calor de vergüenza me inundó. Me preguntó que qué hacía, que por qué no estaba escribiendo. Me excusé con el darme un respiro, tomar aire fresco para renovar energías. Pero él me respondió que hacía rato que me veía caminar por todo el parque, persiguiendo a la gente, mirando a todo el mundo. Entonces me paro y con completa frialdad retiro su mano de mi hombro. Contesto que me deje en paz si quiere la otra mitad del libro. Que si no le interesa la puedo terminar con otra editorial. Las palabras se le agolpaban intentando disculparse. Yo hice mi parte en eso y me fui. Esta vez pensaba tomar un respiro de verdad y me metí en el Recoleta a ver obras. Es increíble a la decadencia cultural que llegó la humanidad para exponer tanta falta de respeto. Por suerte la entrada era gratis. Sin entender cómo, llegué a una galería de fotos costumbristas. Había un grupo de tres personas viendo un cuadro. Eran dos chicas y un chico, él en el centro. Todos me daban la espalda, pero yo sentía algo en él. Una pista, un calor. Intenté ubicarme a los costados para verlo a los ojos pero esas estúpidas lo tapaban. Esta vez no podía ser tan imprudente de intentar algo como en calle Florida. Entonces me acerqué por detrás muy cerca y aclaré mi garganta. Los tres se dieron vuelta para verme y yo le clavé la mirada fijamente. Era él, estaba seguro. Pero no pasaba nada. Ellos se enrarecieron al no conocerme. Le pregunté si no me recordaba y le estreché la mano, pero no pasó absolutamente nada. Él negaba, las chicas me miraban odiosas. Apreté su mano y la seguí agitando pero nada sucedía, ni una chispa, nada. Él me retiró la mano y sentí que estaba todo perdido. Pero era él, no podía ser otro. Volvió a darme la espalda excusándose que me había confundido. La de la derecha sería su novia porque lo agarró del brazo y me despidió como una harpía. La desesperación me estaba crispando los nervios y entonces le toqué el hombro para que volteara y ni bien lo hizo me le abalancé para estamparle un beso feroz en plena boca. Y fue en el instante de rozar sus labios carnosos que mi cuerpo empezó a convulsionar prendido fuego y sentía cientos de historias recorriendo como un torbellino mis neuronas para extinguirse aún más rápido que las otras veces. El resto fue griterío, escándalo. Ella me empujó. Ellos se fueron enfurecidos. Yo no paraba de temblar, sentía que mi cuerpo se comprimía. Agarré la lapicera como pude y empecé con el cuaderno. Entre la velocidad con la que intentaba plasmar los cuentos y el temblor de mi cuerpo parecía que más que escribir estaba dibujando en las hojas. En el momento en que se acabó me robé el cuaderno donde se dejan comentarios de la exposición, arranqué las estúpidas hojas firmadas por amigos y parientes y me quedé con el resto.

Ya era casi de noche cuando di el punto final. Tomé un profundo respiro y recién en ese momento pude dar cuenta que ya no temblaba. No quedaba nadie en las galerías salvo yo y los de seguridad. Me levanto y voy despacio al baño. Me lavo la cara y me miro al espejo. Había algo bastante desmejorado en mi aspecto. Pero sabía que iba a mejorar cuando descanse. De golpe unas arcadas me invadieron por completo y empiezo a vomitar en todo el lavabo. Fue de los vómitos más violentos que recordara.

Todavía sentía el ácido en mi garganta y nariz cuando en mi casa pude ponerme a revisar lo escrito para pasarlo en limpio. Creo que en ese desorden habría al menos unos quince cuentos. Pero la verdad es que solamente se entendía la letra de unos seis. Seis eran más que suficientes. Con eso completé el libro y pude darme descanso unos días mientras no paraban de llegarme felicitaciones al teléfono y abultadas retribuciones.

Esto era el éxito.


El resto fue una exquisita pesadilla. Cada vez era más difícil encontrar quién despertara la llama de historias y en cada caso el contacto necesario requería un sacrificio mayor. Pero a esta altura tenía un prestigio irrevocable, premios a mansalva y una fortuna más que envidiable. Sin embargo, cada encuentro generaba un desgaste irreversible en mi salud. Estaba completamente débil, me costaba caminar y a veces comer. De todas formas, nada de esto lo cambiaría por salud… o tranquilidad de consciencia. No voy a detenerme a relatar ya los penosos encuentros que tuve que perpetuar. En las sombras de la ciudad me vi forzado a lastimar cada vez más profundo a descocidos para poder sacar de ellos el jugo de los relatos perfectos. De nada me arrepiento, ni siquiera de la homeless que debí violar y golpear la última vez. Todo eso me valió en cientos de cuentos uno más innovador y perfecto que el otro. A veces con cierta vergüenza nostálgica releía mi primer libro de cuentos. El que nunca edité. Era imposible encontrar en él algo rescatable, pero le cabía el valor de ser lo más auténtico que podría llegar a escribir.

Mi salud estaba peligrando y era plenamente consciente de ello. No sabía cuántos encuentros más podría resistir. Sin embargo, quería retirarme con un último libro, aunque éste me costara la vida. Sabía que el próximo, el último, sería el más fino y exquisito de todos. Lo sentía cerca, tenía una relación con él, como de amistad. A veces, cuando mi salud lo permitía, desayunábamos juntos. Pero él no quería dar la cara. Me recordaba a un amigo imaginario.

Hacía algunos años que ya no escribía, y con mi débil estado físico poco podía concebir la idea de salir a buscar una nueva víctima. Tampoco me iba a permitir perecer si podía contar aunque sea una última historia. Era una situación muy penosa la verdad. Sobre todo en los últimos meses donde me despertaba vomitando sangre. Sin embargo, tenía la certeza de que esta nueva historia estaba por venir. Siempre merodeaba, sentía que me observaba.

Me pasaba el día mirando por la ventana, encerrado. Espiaba a la gente tras las cortinas con la esperanza de encontrar a quien despertara ese calor.

Me decidí por comenzar a escribir de todas formas, esperando que algo saliera. Pero, como sucedía siempre en esos casos, resultaba siendo basura. Nada que diera a mi talla, o a la de “eso”.

Una noche de vino y tormenta intenté narrar alguna nueva idea sin éxito. Llovía fuerte y por más que subiera el volumen de la música, la lluvia y los truenos siempre la tapaban. Era frustrante e indignante no poder conectar con ese oasis de relatos en el que tantas veces me atraganté. En medio de un cuento se cortó la luz, poniendo fin a mis intentos. Miro por la ventana y veo que es general. No había luz en ningún lado. Vuelvo a sentarme frente al monitor en negro a terminar aunque sea mi copa cuando algo en la pantalla me estremece. Miro atentamente mi reflejo en la pantalla con la vaga sensación de ser ahorcado. Son mis ojos los que esta vez me llaman. Salgo corriendo al baño, pongo una vela y me veo en el espejo para confirmarlo y sentir exactamente eso que sentía cuando veía a quién me iba a dar mis historias. Esta vez era yo. Lo sabía. Me miraba, me palpaba, pero no salían ni chispas ni historias. No sabía qué hacer, pero sabía que era algo conmigo. No había pista alguna y fuese lo que fuese estaba decidido a llevarlo hasta las últimas consecuencias. Llamo a mi editor y le digo que venga a mi casa urgentemente para recoger mi último relato. Quería esperar a la mañana pero le insistí, le grité, lo insulté y así lo saqué de la cama para que venga. Tenía algunas horas hasta plasmar mi último cuento. Volví al espejo y la llama estaba ahí, en la punta de mi lengua palpitando ideas que no podía aclarar. Entonces agarré la gillete y me corté en un brazo. Sentí el fulgor estremecedor de algo que se acercaba con la sangre brotando. Pero no era suficiente. Tomé un cuchillo de la cocina y empecé a clavármelo por todas partes. Al principio el miedo no me dejaba profundizar y cada estocada no llegaba ni a la brisa de una idea. Pero a medida que el dolor ya no era mi problema, las ideas empezaban a hilarse maravillosamente y con cada hundida y sangrar sentía que estaba a punto de tenerlo por completo. Gritaba como un torturado pero no bastaba. Sabía que iba a ser mi último relato y no había que dejar que nada me lo arrebatara. Tenía casi todas las piezas, pero ese maldito torrente de fuego no se decidía a salir del todo. Me limpié sangre y lágrimas. Agarré el cuchillo, me miré directo a los ojos. Tanteé con el filo el centro de mi pecho y sabía que ese era el lugar. Escuchaba vecinos comentando del otro lado de las paredes por los gritos. Tenía que ser ahora o nunca más. Tomé firme el cuchillo y lo hundí en el centro de mi pecho sintiendo como todo mi cuerpo explotaba de placer en un ardor indescriptible y es ahí donde todo se aclaró por fin. Era una sola, pero era la mejor de las historias que alguna vez alguien podía escribir. Aún sin luz me arrastré a mi escritorio para dejar en puño y letra mi último relato. El más estremecedor. El que haría a todos sentir lo que ninguna historia les hizo sentir. Las palabras se deshacían candentes en el papel ya manchado de sangre. Por momentos parecía que se me iba de las manos, que desaparecía la historia entonces solo tenía que volver a ajustar el cuchillo en su lugar y ahí las ideas venían cada vez más preciosas. Escribo sin ver mientras la sangre brota de mi pecho y boca. Los ojos se me cierran y escucho el timbre. Pero todavía me falta. Tendrá que entrar con la policía y llevarse mi cuerpo, pero con mi último cuento. Sigo escribiendo forzando las pocas energías que me quedan mientras lloro ya no sé si de felicidad, placer o espanto. Es hermosa, es la historia más maravillosa alguna vez escrita. Intento no salpicarla demasiado, pero ya no puedo levantar la cabeza. Sigo escribiendo sin ver siquiera el renglón mientras escucho como mi editor intenta tirar la puerta abajo junto al rumor de los vecinos. Río envuelvo en sangre y lágrimas acercándome al último párrafo que converge no solo este sino todos mis cuentos. Este final es el final que cierra y da sentido a toda mi obra. Pero se me va, lo pierdo. Y tomo con mi mano izquierda el cuchillo para perforar aún más profundo y grito destrozado, pero vuelve la idea y termino con la frase más perfecta e inimaginable de la historia para dejarme caer al piso con el alma rebalsada de un placer inmensurable. Los veo entrar, correr. No entiendo qué sucede, solo espero que él vea el manuscrito en mi escritorio y cierro los ojos deseando que pueda transcribirlo bajo toda esa sangre y garabatos y no lo termine confundiendo con el perfectamente impreso a su lado. Ya no lo puedo señalar. Se me acercan desesperados y me hablan, tratan de reanimarme. No entiendo qué les pasa por la cabeza, les dejé una maravilla en el escritorio y se preocupan por mí. Entonces solo deseo seguir soñando historias y llevo a fondo el cuchillo para llenarme en una infinidad caótica de las más hermosas historias dando vueltas en mi cabeza. Y les sonrío, pero no me pueden comprender, no las pueden leer. Esas últimas me las quedo para mí.

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