23 Sep
23Sep

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A veces siento que ella cambia las cosas de lugar y no se da cuenta. 

Hoy se fue otra vez sin saludar, sin decir adónde iba. Como se va quien oculta algo, rápido. ¿Y yo qué puedo hacer? Tuve que convivir todo el día con esa espina en la garganta, dando vueltas, esperando el momento. Miraba atentamente la puerta intentando imaginar qué sentiría ella estando del otro lado, sin mí.

Al volver, intenté que habláramos al respecto. Me puse exactamente en frente suyo para que no pueda evitarme, bloqueando por completo su camino me serví de mis mejores argumentos y reclamos. Pero las cosas si no se dicen en su momento… Ella me ignoró por completo y poco a poco me dejé avasallar desenmascarando un enojo que ya no era el mismo, que estaba forzando. Entonces jugamos una vez más al ofendido y la desentendida.

Ella alegaba estar cansada, que el transporte público… Me hablaba de la cena, del trabajo. Yo le di la espalda y me recluí en el balcón. Ya no estaba enojado por lo de la mañana, estaba enojado por su presente y constante indiferencia. Hice de cuenta que no la escuchaba, que estaba con mis cosas. Ella hacía como que no pasaba nada, cantaba. 

Así estuvimos un rato largo mientras ella se cambiaba y revisaba su celular. Yo daba vueltas comiéndome las palabras. Si hay algo de lo que estoy seguro, y ella me lo deja bastante en claro, es de que soy una especie de carga. De molestia. No hay nada que me proponga hacer que no le resulte un estorbo. De alguna manera siempre se las arregla para que yo esté impidiendo su camino. Haga lo que haga ella siempre necesita que pare, que me corra, o que me vaya porque simplemente le molesto ahí. Esto genera la mayor parte de las peleas, una irrisoria persecución por la casa en la que siempre parece que estoy parado donde ella tiene que estar y yo debería ya saberlo.

Me interrumpo en un momento para contemplar los estantes. Había algo raro en ellos, no se veían como siempre pero no podía identificar qué era lo distinto. Yo creo que ella cambia las cosas sin consultarme. Es eso o los objetos en esta casa tienen vida propia, algo los mueve. Y cuando le hago mención de esto me trata de loco. Más de una vez me encontró mirando fijamente algo viejo que parecía nuevo y su respuesta es fácil de imaginar. Muchas cosas podrían solucionarse si tan solo pudiera participar de las decisiones. Todo esto pensaba mirando atentamente los estantes hasta que en un momento la sentí venir hacia mí. Se acercaba por detrás y supe que era mi momento para devolverle su desprecio. Entonces me quedé bien plantado, derecho, esperando por fin la oportunidad de rechazarla. Estaba casi saboreando lo que le iba a decir cuando entonces me abrazó. Vino con sus besos y sus caricias, su hablar tan dulce a mi oído. ¿Y yo qué puedo hacer? Cuando me quise acordar ya le estaba besando las manos y el pelo. 

Ese momento mágico y orgásmico en el día que intento abrazar hasta ser echado porque sé a lo poco que siempre termina sabiendo. Empieza como un juego suave, delicado, a veces tímido de una entrega que nunca sé hasta dónde me va a ser dada. Entonces procuro empezar despacio, tanteando, cariñoso. Nos devolvemos dedicados besos siempre en lugares distintos. Nos refregamos, algún lamer. Y es en ese momento donde la voracidad empieza a crecer. Las mordeduras suaves comienzan como un devenir lógico y van a tientas mientras ella me acaricia. Casi sin darnos cuenta muerdo cada vez un poco y un poco más. Su carne blanda se siente como un dulce estorbo para mis dientes. Ella me habla pero no puedo escucharla, solo quiero morderla más fuerte cada vez. Deja de acariciarme y sé que me queda poco tiempo entonces me apresuro para llegar aún más lejos. Y es en ese momento en el que trata sacarme de encima y yo me arrojo hundiendo mis dientes con todas mis fuerzas buscando juntarlos tanto como sea posible, su carne mediante. Pero ella grita y me empuja violentamente. Ahora le toca a ella enojarse y tiene razón. No es que yo no la tuviera antes, pero ahora es su turno. Me abofetea y aprovecho la excusa para ofenderme de nuevo. Porque si estoy ofendido, nunca puedo estar equivocado. Ella se besa la mano. Yo vuelvo a alejarme saboreando un poco de victoria. Quizá alguna próxima vez.


Vuelvo al balcón, que a estas alturas es casi mi lugar. ¿Hacía antes este frío? La casa no es tan grande como para darme una mejor lejanía, pero está bien. Va con mi carácter contemplativo. La miro de reojo, volvió agarrar su celular para hacer no sé qué. Vuelvo mi mirada y pensamientos a la calle. Respiro y observo. Siempre encuentro ahí algo nuevo para ver, o algo en lo que no había reparado. Hay algo de incomprensible e inalcanzable en ese vasto paisaje que me obsesiona. De tan solo pensar que todo eso está tras esa reja… Y es ahí donde empiezo a hilar viejas reflexiones que siempre terminan con algo nuevo y revelador. Empiezo a atar cabos que antes no tenía y me dejo llevar por el fervor de mis pensamientos pegando casi la cara contra el enrejado, con la mirada fija y el sabor de algo revelador en la punta de la lengua. Me excita el comienzo de una epifanía y cuando creo tener algo concreto salgo corriendo para compartírselo. Entro vociferando mis pensamientos a toda prisa, casi tropezándome con ellos para encontrarla sentada a la mesa, cenando sola. Se había cocinado, servido y sentado a comer sin decirme una sola palabra. La miro atónito, sin salir de mi herido asombro para confirmar lo evidente de su egoísmo. A veces me da miedo al pensar que ya no me quiere.

¿Qué fue entonces todo eso de recién? ¿Qué fueron esas caricias y besos si no eran amor? Ya no recuerdo para nada lo que venía pensando. Me quedo parado mirándola fijamente, trago saliva y espero que, aunque sea, note mi patética presencia. Doy un paso adelante y sigo esperando. Cuando por fin me mira me vuelve a reclamar lo de su mano y sigue con su cena. ¡Vuelve a su plato! ¡Cómo si a mí no se me partiera el corazón con todo esto! ¿Pero qué puedo hacer yo si no quiere oírme? Ni siquiera sentarse a la mesa conmigo. Intento acercarme, tragándome mi orgullo para recomponer las cosas. Respiro profundo. Elogio como si nada su mano para la cocina. Dulcemente la miro a los ojos y le digo que no podría estar más hermosa, entonces ella me sonríe. Me aproximo y nos rozamos abriendo paso a una latente seducción que todavía nos permitimos. Ella deja de comer para mirarme intentando adivinar mis intenciones. Entonces me refriego suavemente en sus manos y trato de robarle cortésmente un bocado a su plato. Pero ella se enoja nuevamente y me saca de encima. Esgrima que es su comida, que yo no tengo derechos, que me ocupe de mi propia cena alguna vez. Y es entonces donde todo vuelve a resquebrajarse y la ira comienza a supurar en mí. Yo le respondo que ya estoy harto ¡Harto de todo! ¡Que no puedo seguir viviendo en este ahogo y este encierro! Pero ella se aleja fríamente sin responderme. Levantó lo suyo y me dejó hablando solo en la mesa. Se pone a lavar su plato dándome la espalda y mis ojos se clavan en su celular. Sigilosamente me acerco a él en busca de respuestas, intentando que ella no se percate. Me acerco poco a poco, casi imperceptible, con la mirada fija en el aparato. Casi puedo sentir mi aliento sobre él, pero ella grita como enloquecida, yo me asusto y salgo corriendo. No bastó más que llegar cerca de la cama como para que la vergüenza se me atore en la garganta. Hago de cuenta que vine a hacer otra cosa, que miro algo para disimular. De golpe la escucho reírse, a mis espaldas. No pienso volver nunca más a la cocina, ni volver a dirigirle la mirada tampoco. Sigo como si nada al balcón. ¿Las cortinas siempre fueron de ese color? No importa ya. No puedo divagar, tengo que estar enfocado. Trato de ponerme de forma tal que ella no pueda verme. Se ve que mi ridículo le cambió el ánimo porque la escucho llamarme.

Dejo pasar mi nombre un par de veces para que no crea que voy a ir solo porque me llama. A la tercera vez la miro de reojo, como si no me hubiese percatado antes. Pero vuelvo enseguida a lo mío. Esta vez es el límite. Ya no se puede ser tan flexible, tan condescendiente, tan perro.

Creo que entiende mi decisión porque no vuelve a insistir y la escucho prepararse la cama. 

Prefiero el frío de la noche al falso calor. Al amor de cartapesta.

Me recuesto en las congeladas baldosas y entiendo que ése ahora será mi lugar. Ella apaga la luz. Tiritando intento conciliar el sueño, pero no puedo parar de pensar. Me levanto, doy vueltas y la espío entre las cortinas. Sé que no duerme, aunque no sé si le importa que yo tampoco lo haga. Trato de despejarme e ir al baño. Intento ganar calor, pero no hay caso.

Me quedo observando la cama y su frazada para caer en cuenta de lo ridículo que es recluirme en el frío habiendo ambas. Silencioso me acerco y procuro acostarme lejos de ella, sin tocarla y sin taparme. Me contento con la suavidad infinita del colchón en el que me hundo y me desarmo. A través de la cortina, intento imaginar ese más allá usando la tela como lienzo. Respiro profundo y me estiro. Sin darme cuenta la toco y me incorporo rápidamente. Ella se voltea y me acaricia. Estaba más dormida de lo que pensaba. La observo acurrucarse en su almohada con los ojos cerrados. Yo sigo firme y erguido, pero poco a poco empiezo a sentir la tibieza regocijante que irradia y me dejo llevar hasta su cuello. Beso suavemente sus ojos y ella se ríe entre sueños. Me acomodo en ella dándole la espalda y su calor me cobija. Entonces pienso que todo puede estar mejor, que a veces simplemente se puede estar mejor y en ella se está tan bien en esos momentos. Dejando todo atrás me decido a dormir cuando de repente veo algo que me llama la atención. Observo detenidamente eso extraño en la pared. No puedo darme cuenta qué es y pienso que lo estoy imaginando, pero la figura persiste como desafiante. Una sombra inquietante se destaca entre las otras sombras y me mira. Se mueve por momentos despacio y por otros vertiginosa, dando vueltas sobre sí y cambiando de forma. Aterrado la sigo con la mirada sin poder moverme. Ella duerme profundo sin percatarse de nada. Trato de incorporarme con los nervios tensados, sin que ella se dé cuenta. Ahora a la sombra se le suman unas voces irreconocibles por todas partes. Me levanto espantado, las siento encima de mí, por las paredes y el techo. Se hunden sobre mí y yo pego un salto y les grito haciéndoles frente. Entonces cesan. Desaparecen. Las busco alrededor, pero no veo nada. Esa sombra desapareció y con ella sus voces. Me volteo y confirmo que ella está a salvo. Me muevo sigilosamente por la habitación. Miro alrededor temblando por el espanto. Un escalofrío me recorre la espina. Pienso que ya se fue, o quizá nunca estuvo. Observo desde la puerta del baño hacia adentro y nada. Por la cocina tampoco, pero las cortinas de la ventana no eran así… Por lo bajo escucho levantarse las voces como susurros desesperados en todas direcciones y cuando me giro veo la sombra encima de ella acercándole su viscosa lengua. Mi corazón se detiene. Corro desesperado para enfrentarla, voy directamente hacia ella, pero se escapa y embisto contra la pared. La sombra empieza a dar vueltas saltando a toda velocidad por las paredes, el techo y la cortina. Yo la persigo como un demente por toda la habitación golpeando y llevándome puesto todo lo que encuentro con tal de agarrarla. Se mete en todos los cajones, bajo la frazada, la cama, tras la cortina y el baño. Las voces son gritos como carcajadas roncas desaforadas. La sombra va tan rápido que casi no puedo seguirla con la mirada. De pronto veo que no es una sino cientos de sombras por todas partes. Les grito enfurecido que se frenen de una vez y entonces de golpe callan. Se detienen a verme juntándose todas en un solo punto en la pared, como un ojo jadeante. Nos medimos detenidamente adivinando el próximo movimiento del otro. Por primera vez siento que me tiene miedo y la oigo respirar. Aprovecho la oportunidad y me abalanzo a toda velocidad con grito de guerra para arrancarle ese ojo con mis propias garras cuando ella de golpe prende la luz y choco violentamente contra la pared, donde ya no hay sombras ni ojo. Grito encolerizado a las paredes vacías. Estaba tan cerca de poder agarrarla esta vez. Ella me regaña. Intento explicarle, pero no me escucha. Quiero que entienda que estaba en peligro, que yo la estaba salvando. Que nos estaba salvando a los dos de una grave amenaza que ella no estaba viendo, trato de describirle la sombra. Pero para ella ya estoy loco y no tengo caso. Enojada, me grita que me duerma. Antes de que vuelva a apagar la luz contemplo el desastre que ocasionó aquella figura por toda la habitación. Me da la espalda y yo me quedo parado como un demente al que nadie nunca cree ni creerá. Entonces tiro su celular al piso. ¿Y para qué? Me revolea la almohada en un grito agudo y yo huyo como siempre a la cocina a la que juré no volver. 

La escucho quejarse a mis espaldas, prender la luz, acomodar cosas. Me planto decidido frente a la inmensa puerta. Esto ya no tiene retorno. Intento abrirla, pero no puedo. La fuerzo una y otra vez, le doy vueltas, pero no abre. Le grito y hasta me cuelgo del maldito picaporte. La golpeo con mis puños, palmas, la araño. Hago todo lo que ella hace siempre, pero la puta-puerta-nunca se abre. Empecinada en el hartazgo ella me agarra por detrás y me saca. Me amenaza, me grita. Todo el circo. Cuando cree que entendí, vuelve a la cama.

Miro resignado la puerta que a veces olvido que está porque nunca se abre. Paseo, busco cosas, inspecciono. Encuentro un plato de comida en el piso que no recordaba haber visto y me acerco con el apetito dispuesto después de la batalla. Se ve raro, lo huelo. Ella apaga la luz y yo como con enfado del suelo a oscuras en la fría cocina una vez más. Siempre sabe igual de seco. Quizá si supiera todo lo que hago por ella, si pudiera alguna vez escucharme, si aunque sea una vez viera lo que yo veo con mis ojos, quizá no me tendría comiendo a oscuras y solo de un plato en el piso sin barrer.

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